Santiago Alba / Atlántica XXII
A V., que no es Venezuela.
Ningún placer se puede comparar –ni el sexo ni la velocidad ni el supermercado- al de saber algo y poder transmitirlo en voz alta, como lo demuestra el ejemplo universal del viandante oscuro que, preguntado en la calle por una dirección, se vuelve repentinamente sabio, alegre, locuaz, bueno y hasta feliz. Pero para saber que sabemos algo, como sabía Platón, es necesario que nos pregunten, pues es precisamente “la espera atenta de una respuesta” (el contrato nuevo del preguntar mismo) el que nos permite descubrir de pronto que también nosotros, hasta ese momento ignorantes, indignos y despreciables, tenemos algo que decir y que, aún más, tenemos también los recursos mentales para decirlo. Eso es la revolución. Eso es el socialismo. Hace ahora diez años los venezolanos se preguntaron por primera vez los unos a los otros, esperaron atentamente la respuesta y resultó que todos tenían algo que decir en voz alta, algo que decirse sin vergüenza y con argumentos, algo importante que comunicar al resto del mundo. A los que faltaban las palabras, la revolución bolivariana les dio nuevas instituciones –para la acumulación y la difusión- y una verdadera epidemia de proyectos participativos comenzó a curar a un pueblo hasta entonces herido y silenciado: Misiones, Núcleos de Desarrollo Endógeno, Aldeas Universitarias, Consejos Comunales, radios y televisiones comunitarias, etc. Si algo impresiona hoy de Venezuela es que una gran parte de su población, entre los 4 y los 84 años, se pasa el día aprendiendo y enseñando, enseñando y aprendiendo, y ello con la felicidad inigualable que acompaña al placer superior de retirarse las legañas de los ojos y saber lo que uno se trae entre las manos. “Éramos seres humanos y no lo sabíamos”, me dice Carmen en la Casa del Poder Comunal de Chapellín, una barriada de Caracas. “Antes a los intelectuales nosotros los veíamos por la televisión y ahora vienen ustedes a preguntarnos”, me dice Manuel, miembro de una cooperativa del núcleo Fabricio Ojeda. Venezuela es uno de los países del mundo donde más fácil es enamorarse y más difícil estar de mal humor. Ninguna miss universo de cuerpo neumático, ninguna modelo esculpida en plástico puede rivalizar en belleza con estas amas de casa panzudas y desafiantes, con estas trabajadoras trabajadas por la vida, de pechos caídos y hombros altivos, rejuvenecidas en la cuna de la conciencia. Ningún actor de Hollywood moldeado en quirófanos y gimnasios puede hacer sombra a estos agrietados mortales que demuestran con su estatura nueva que es la dignidad política la que hace buenos, felices, listos y deseables a los seres humanos.
Pero el amor también necesita combustible. Venezuela tiene una ventaja: petróleo. Venezuela tiene un problema: petróleo. Un país con petróleo puede comprar alimentos ya hechos en lugar de hacerlos; puede comprar ingenieros y físicos y profesores ya hechos en lugar de hacerlos; puede comprar una cultura ya hecha en lugar de hacerla. Así ocurre bajo el capitalismo. Pero un país con petróleo y ansias de justicia puede también comprar una revolución ya hecha en lugar de hacerla o en lugar de dejar que la hagan sus ciudadanos. La ingente riqueza petrolífera de Venezuela permitió al gobierno bolivariano construir –digamos- el socialismo al lado del capitalismo, en un mundo paralelo, poniendo en marcha una institucionalidad replicante, motor de logros sin precedentes, que ha cambiado más, sin embargo, a la población que a los dirigentes, que ha transformado más deprisa las conciencias que las estructuras. Es dudoso que esos dos mundos –Sambil y Bolívar, Nestlé y Marx- puedan convivir sin devorarse; es dudoso que el primero de esos mundos no esté ganando terreno. Diez años después del triunfo de Chávez, los mismos que lo llevaron al gobierno, los mismos que lo devolvieron a Miraflores en las jornadas de abril de 2002, los mismos que lo defienden con vehemencia y fundamento en los Consejos Comunales, en las barriadas, en las cooperativas, ven frenados sus proyectos por el Estado que los hizo posibles y se lamentan de ello. Mientras el capitalismo sigue obteniendo enormes beneficios, la reserva activa de la Cuarta República –la burocracia, la corrupción, el oscurantismo político- inyecta su cardenillo en el socialismo incipiente de la Quinta. Mientras el capitalismo gestiona a placer sus instituciones, no es seguro ya que el socialismo haga lo mismo con las suyas.
Lo que la Venezuela bolivariana ha hecho ya por todo el continente –y por el pensamiento político universal- será reconocido con independencia de lo que ocurra a partir de ahora. Pero cuando a un pueblo se le pregunta y se le deja responder, y descubre por primera vez la inteligencia, la felicidad, la belleza, la bondad (valga decir, la dignidad política) y eso después de siglos de silencio y de dolor, y sabe qué ha dejado detrás y quiere ir hacia delante, y anhela seguir aprendiendo y enseñando, enseñando y aprendiendo, no se conforma con el enamoramiento de los extranjeros ni con la cuota de progreso global que representa: quiere para sí mismo más felicidad, más inteligencia, más belleza y más bondad. Y eso es –o llamémoslo- el socialismo, el cual reclama no un mundo paralelo –no- sino el mundo entero.
A V., que no es Venezuela.
Ningún placer se puede comparar –ni el sexo ni la velocidad ni el supermercado- al de saber algo y poder transmitirlo en voz alta, como lo demuestra el ejemplo universal del viandante oscuro que, preguntado en la calle por una dirección, se vuelve repentinamente sabio, alegre, locuaz, bueno y hasta feliz. Pero para saber que sabemos algo, como sabía Platón, es necesario que nos pregunten, pues es precisamente “la espera atenta de una respuesta” (el contrato nuevo del preguntar mismo) el que nos permite descubrir de pronto que también nosotros, hasta ese momento ignorantes, indignos y despreciables, tenemos algo que decir y que, aún más, tenemos también los recursos mentales para decirlo. Eso es la revolución. Eso es el socialismo. Hace ahora diez años los venezolanos se preguntaron por primera vez los unos a los otros, esperaron atentamente la respuesta y resultó que todos tenían algo que decir en voz alta, algo que decirse sin vergüenza y con argumentos, algo importante que comunicar al resto del mundo. A los que faltaban las palabras, la revolución bolivariana les dio nuevas instituciones –para la acumulación y la difusión- y una verdadera epidemia de proyectos participativos comenzó a curar a un pueblo hasta entonces herido y silenciado: Misiones, Núcleos de Desarrollo Endógeno, Aldeas Universitarias, Consejos Comunales, radios y televisiones comunitarias, etc. Si algo impresiona hoy de Venezuela es que una gran parte de su población, entre los 4 y los 84 años, se pasa el día aprendiendo y enseñando, enseñando y aprendiendo, y ello con la felicidad inigualable que acompaña al placer superior de retirarse las legañas de los ojos y saber lo que uno se trae entre las manos. “Éramos seres humanos y no lo sabíamos”, me dice Carmen en la Casa del Poder Comunal de Chapellín, una barriada de Caracas. “Antes a los intelectuales nosotros los veíamos por la televisión y ahora vienen ustedes a preguntarnos”, me dice Manuel, miembro de una cooperativa del núcleo Fabricio Ojeda. Venezuela es uno de los países del mundo donde más fácil es enamorarse y más difícil estar de mal humor. Ninguna miss universo de cuerpo neumático, ninguna modelo esculpida en plástico puede rivalizar en belleza con estas amas de casa panzudas y desafiantes, con estas trabajadoras trabajadas por la vida, de pechos caídos y hombros altivos, rejuvenecidas en la cuna de la conciencia. Ningún actor de Hollywood moldeado en quirófanos y gimnasios puede hacer sombra a estos agrietados mortales que demuestran con su estatura nueva que es la dignidad política la que hace buenos, felices, listos y deseables a los seres humanos.
Pero el amor también necesita combustible. Venezuela tiene una ventaja: petróleo. Venezuela tiene un problema: petróleo. Un país con petróleo puede comprar alimentos ya hechos en lugar de hacerlos; puede comprar ingenieros y físicos y profesores ya hechos en lugar de hacerlos; puede comprar una cultura ya hecha en lugar de hacerla. Así ocurre bajo el capitalismo. Pero un país con petróleo y ansias de justicia puede también comprar una revolución ya hecha en lugar de hacerla o en lugar de dejar que la hagan sus ciudadanos. La ingente riqueza petrolífera de Venezuela permitió al gobierno bolivariano construir –digamos- el socialismo al lado del capitalismo, en un mundo paralelo, poniendo en marcha una institucionalidad replicante, motor de logros sin precedentes, que ha cambiado más, sin embargo, a la población que a los dirigentes, que ha transformado más deprisa las conciencias que las estructuras. Es dudoso que esos dos mundos –Sambil y Bolívar, Nestlé y Marx- puedan convivir sin devorarse; es dudoso que el primero de esos mundos no esté ganando terreno. Diez años después del triunfo de Chávez, los mismos que lo llevaron al gobierno, los mismos que lo devolvieron a Miraflores en las jornadas de abril de 2002, los mismos que lo defienden con vehemencia y fundamento en los Consejos Comunales, en las barriadas, en las cooperativas, ven frenados sus proyectos por el Estado que los hizo posibles y se lamentan de ello. Mientras el capitalismo sigue obteniendo enormes beneficios, la reserva activa de la Cuarta República –la burocracia, la corrupción, el oscurantismo político- inyecta su cardenillo en el socialismo incipiente de la Quinta. Mientras el capitalismo gestiona a placer sus instituciones, no es seguro ya que el socialismo haga lo mismo con las suyas.
Lo que la Venezuela bolivariana ha hecho ya por todo el continente –y por el pensamiento político universal- será reconocido con independencia de lo que ocurra a partir de ahora. Pero cuando a un pueblo se le pregunta y se le deja responder, y descubre por primera vez la inteligencia, la felicidad, la belleza, la bondad (valga decir, la dignidad política) y eso después de siglos de silencio y de dolor, y sabe qué ha dejado detrás y quiere ir hacia delante, y anhela seguir aprendiendo y enseñando, enseñando y aprendiendo, no se conforma con el enamoramiento de los extranjeros ni con la cuota de progreso global que representa: quiere para sí mismo más felicidad, más inteligencia, más belleza y más bondad. Y eso es –o llamémoslo- el socialismo, el cual reclama no un mundo paralelo –no- sino el mundo entero.
Comentarios