Ramón Alfonso Sallard
El mayor valor que puede tener un(a) periodista es su credibilidad. Se trata de un bien invaluable y Carmen Aristegui goza de él. ¿Qué significa esto? Que otras personas están convencidas de que dice o se conduce con verdad, y por tal razón depositan en ella su confianza.
Credibilidad trae como consecuencia autoridad. Y ésta, fuera del ámbito del Estado, tiene una acepción moral: significa que alguien es capaz de influir en otros, al momento de la toma de decisiones. Carmen Aristegui influye en un creciente número de radioescuchas y televidentes.
Credibilidad y autoridad generan opinión pública. La expresión se remonta a la Revolución Francesa. En aquellos años, los ilustrados se asignaban a sí mismos la tarea de “iluminar” o difundir las luces, es decir, de fomentar y formar las opiniones de un público más amplio. Cuando se acuñó la expresión, los eruditos de la época sabían que la objeción de siempre contra la democracia es que el pueblo no sabe. Platón creía que para gobernar se necesitaba un verdadero saber, pero la idea de la democracia siguió avanzando hasta el punto de considerarse suficiente que el público tenga opiniones. En ese sentido, Giovanni Sartori establece que democracia es gobierno de opinión o, en su caso, acción de gobierno fundada en la opinión.
Los procesos de formación de una opinión pública relativamente autónoma son bastante complejos. Karl Deutsch definió el modelo de cascada para explicarlos. Imaginemos una cascada de agua con gran cantidad de charcas sucesivas: así son las opiniones que descienden desde arriba y se mezclan, recibiendo nuevas y diferentes aportaciones. Eso fue lo que sucedió cuando Aristegui difundió en su programa de radio fragmentos de la entrevista que le realizó al ex presidente Miguel de la Madrid, en los que éste acusa al clan Salinas de corrupción y de ligas con el narcotráfico.
En el contexto de la democracia electoral mexicana, que se limita a la elección de los representantes, revelaciones de esta naturaleza pueden dañar severamente la línea de flotación del sistema político, no sólo del barco llamado PRI. De ahí la operación de contención de daños inmediata, que obligó a Miguel de la Madrid a desdecirse de lo dicho, apelando a su débil estado de salud. Luego vino una ofensiva en contra de la periodista que lo había entrevistado. Carlos Salinas la acusó de abuso de confianza y argumentó que su antecesor había perdido “un tercio de su función cerebral”, por lo cual sus afirmaciones carecían de validez.
¿Cómo pretenden evitar los afectados que el daño sea mayor? Con una vieja artimaña: desacreditando al conducto. Sin embargo, la credibilidad y autoridad de Carmen Aristegui difícilmente puede ser afectada desde el desprestigio. Tampoco desde los pares que no poseen las prendas de la Periodista (así, con mayúscula). El silencio ominoso de las televisoras sólo confirma su complicidad con la corrupción y la impunidad. No tienen el valor: les vale. Y qué decir de los publirrelacionistas disfrazados de periodistas, que la descalifican desde la envidia, el acomodo, la subordinación o la dádiva.
El periodismo genera opinión pública y, por lo tanto, combate la impunidad y construye democracia. Descubrir, informar, difundir, denunciar. ¿Acaso el periodismo es otra cosa? Echarle porras al poder no merece esa denominación.
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El mayor valor que puede tener un(a) periodista es su credibilidad. Se trata de un bien invaluable y Carmen Aristegui goza de él. ¿Qué significa esto? Que otras personas están convencidas de que dice o se conduce con verdad, y por tal razón depositan en ella su confianza.
Credibilidad trae como consecuencia autoridad. Y ésta, fuera del ámbito del Estado, tiene una acepción moral: significa que alguien es capaz de influir en otros, al momento de la toma de decisiones. Carmen Aristegui influye en un creciente número de radioescuchas y televidentes.
Credibilidad y autoridad generan opinión pública. La expresión se remonta a la Revolución Francesa. En aquellos años, los ilustrados se asignaban a sí mismos la tarea de “iluminar” o difundir las luces, es decir, de fomentar y formar las opiniones de un público más amplio. Cuando se acuñó la expresión, los eruditos de la época sabían que la objeción de siempre contra la democracia es que el pueblo no sabe. Platón creía que para gobernar se necesitaba un verdadero saber, pero la idea de la democracia siguió avanzando hasta el punto de considerarse suficiente que el público tenga opiniones. En ese sentido, Giovanni Sartori establece que democracia es gobierno de opinión o, en su caso, acción de gobierno fundada en la opinión.
Los procesos de formación de una opinión pública relativamente autónoma son bastante complejos. Karl Deutsch definió el modelo de cascada para explicarlos. Imaginemos una cascada de agua con gran cantidad de charcas sucesivas: así son las opiniones que descienden desde arriba y se mezclan, recibiendo nuevas y diferentes aportaciones. Eso fue lo que sucedió cuando Aristegui difundió en su programa de radio fragmentos de la entrevista que le realizó al ex presidente Miguel de la Madrid, en los que éste acusa al clan Salinas de corrupción y de ligas con el narcotráfico.
En el contexto de la democracia electoral mexicana, que se limita a la elección de los representantes, revelaciones de esta naturaleza pueden dañar severamente la línea de flotación del sistema político, no sólo del barco llamado PRI. De ahí la operación de contención de daños inmediata, que obligó a Miguel de la Madrid a desdecirse de lo dicho, apelando a su débil estado de salud. Luego vino una ofensiva en contra de la periodista que lo había entrevistado. Carlos Salinas la acusó de abuso de confianza y argumentó que su antecesor había perdido “un tercio de su función cerebral”, por lo cual sus afirmaciones carecían de validez.
¿Cómo pretenden evitar los afectados que el daño sea mayor? Con una vieja artimaña: desacreditando al conducto. Sin embargo, la credibilidad y autoridad de Carmen Aristegui difícilmente puede ser afectada desde el desprestigio. Tampoco desde los pares que no poseen las prendas de la Periodista (así, con mayúscula). El silencio ominoso de las televisoras sólo confirma su complicidad con la corrupción y la impunidad. No tienen el valor: les vale. Y qué decir de los publirrelacionistas disfrazados de periodistas, que la descalifican desde la envidia, el acomodo, la subordinación o la dádiva.
El periodismo genera opinión pública y, por lo tanto, combate la impunidad y construye democracia. Descubrir, informar, difundir, denunciar. ¿Acaso el periodismo es otra cosa? Echarle porras al poder no merece esa denominación.
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