Laura M. López Murillo
En algún lugar patriotero, por debajo de los niveles éticos, en un prístino laboratorio se distorsiona el pasado y se escribe el argumento apócrifo de la versión oficial; pero la naturaleza es sabia y la luz de la verdad es incontenible, y justamente ahí, donde se distorsiona el pasado, la realidad se fragmenta en mil y un imágenes de la memoria y se refracta en las lágrimas de los deudos sin resignación…
Dicen por ahí, que la noche del 2 de Octubre de 1968 en Tlatelolco no se olvida, que tampoco se han olvidado el 10 de Junio de 1971, ni todos los días ni las noches de la guerra sucia, y que el recuento de los daños se elabora religiosamente cada octubre desde hace cuarenta años.
El único sobreviviente de aquellos brutales episodios represivos es Luis Echeverría Álvarez, el ex presidente con ochenta años y la responsabilidad histórica, jurídica y moral a cuestas por la masacre de 1968 y por la cacería furtiva de estudiantes y disidentes. Todos los involucrados en aquella guerra sucia fallecieron antes de afrontar las consecuencias de sus actos u omisiones. Por eso, el resentimiento de una generación entera se concentra hoy en la figura del tirano que sobrevive y que se burla de la ley y de la historia.
Por eso, el 26 de marzo del 2009 se incorporará al almanaque nacional, porque ese día se concluyó un capítulo más en la larga y sinuosa Historia de las Infamias y la Ignominia en México: el Quinto Tribunal Colegiado en Materia Penal ratificó el amparo y exoneró al ex presidente Luis Echeverría del delito de genocidio; con ello se extinguen las acciones judiciales en su contra y el tirano, que se encontraba en un cómodo arresto domiciliario, recuperó su libertad.
Y por enésima vez, México es el campo de batalla donde se enfrentan las dos versiones de la historia: la oficial y la real. Este capítulo en la Historia de la Ignominia Nacional es la evidencia de la tensión que aún existe entre las antípodas históricas: el abogado Juan Velázquez declara que su cliente, Luis Echeverría, no es responsable de la masacre del 2 de Octubre; y Marcelino Perelló, testigo presencial de los hechos, egresado de la UNAM y ex integrante del legendario Comité Nacional de Huelga afirmó que, en efecto, (y cito textualmente su gloriosa afirmación) “Luis Echeverría no es un delincuente, porque es un hijo de la chingada”.
El esclarecimiento de los acontecimientos de 1968 y la subsecuente guerra sucia se vislumbró como una posibilidad de la alternancia en el poder (en sexenio de Vicente Fox) con la creación de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), encargada de resolver el conflicto entre las dos versiones de la misma historia; sin embargo, los gobiernos del cambio asimilaron las lecciones del Priato y las emularon. Ahora, no existe diferencia alguna entre aquellos regímenes y los actuales.
Durante cinco años se revisaron exhaustivamente las 59 mil fojas del expediente para concluir que no se encontró ni una sola evidencia que confirme la responsabilidad del ex presidente. El nefasto desenlace del proceso judicial emprendido contra Luis Echeverría por una fiscalía que ya desapareció (Femospp), confirma el talante pernicioso de la versión oficial de la historia nacional, escrita por la elite en el poder a su conveniencia.
La tergiversación del pasado es una de las especialidades de la clase gobernante mexicana, esa elite experta en fabricar mitos y héroes, en encubrir crímenes y delincuentes. Pero la otra historia, la verdad histórica es ineludible. La crónica de la realidad, (experimentada y/o atestiguada) cohesiona a los pueblos por la atracción de las memorias compartidas y les confiere conciencia social. El discurso histórico construye las identidades nacionales y el discurso oficial divulga consignas idiotizantes.
Durante la época del Desarrollo Estabilizador del Priato, y en el sexenio de Luis Echeverría, el escritor Jorge Ibargüengoitia desmitificaba el discurso histórico oficial y ridiculizaba la solemnidad de la Revolución Institucionalizada, con vocación crítica se acercó “a la realidad con el auxilio solitario de la inteligencia, en combate abierto con las verdades recibidas.”1
En aquel entonces, Ibargüengoitia enfatizó que el objetivo de su crítica era “la inagotable estupidez del patriotismo, tanto más imbécil cuando se ejerce desde el poder y la degradación irremediable de la geografía humana” 2.
Debido a un misterioso mimetismo denigrante, la clase política actual es una copia fiel y exacta de sus antecesores; por eso, el objetivo de la crítica de Ibargüengoitia sigue vigente, y bien puede aplicarse a la cínica declaración del abogado Juan Velásquez, quien dijo que el amparo "no significa que no haya habido responsables; sí los hubo, pero Luis Echeverría no lo fue; que sí hubo genocidio en 1968, pero que Echeverría es inocente.”
Y así, con los tintes de la aberración y la impunidad se escribe la historia institucional, ese compendio de imprecisiones y desbarajustes que pretende explicar el devenir de la mexicanidad. Pero es imperativo superar ese madrazo a la memoria colectiva, y ejercitar la racionalidad para delimitar los ámbitos de la historia oficial y de la realidad social.
Aunque los Tribunales exoneren a un tirano y criminal, esta historia de represión aún no tiene desenlace. Amnistía Internacional deploró la exoneración de Luis Echeverría del delito de genocidio y consideró que con ese gesto el Estado mexicano evidencia su incapacidad para llevar ante la justicia cientos de desapariciones, asesinatos y casos de tortura cometidos durante la guerra sucia. En un comunicado, la subdirectora para las Américas de Amnistía Internacional, Kerrie Howard, dijo que "los graves abusos a los derechos humanos cometidos en el pasado reciente en México, continúan ensombreciendo su presente".
Flagelos como éste desmoronan la confianza en las instituciones y alejan la posibilidad de reconstruirla porque se agudiza la polarización entre quienes escriben la historia y quienes la viven o la padecen; estos exabruptos de la justicia impiden el advenimiento del perdón y la reconciliación social, indispensables para cerrar ese capítulo del pasado y escribir los esbozos del futuro.
Cientos de testigos, víctimas y deudos de la guerra sucia configuran las líneas de una crónica social sin epílogo; pero la naturaleza es sabia y la luz de la verdad es incontenible, y justamente ahí, donde se distorsiona el pasado, la realidad se fragmenta en mil y un imágenes grabadas en la memoria y se refracta en las lágrimas de los deudos sin resignación…
Notas:
1) Jesús Silva-Herzog Márquez. “El baile del sentido común”. Reforma. 28 de enero del 2008. www.reforma.com/editoriales/nacional/425/848775/
2) Virginia Bautista. “Jorge Ibargüengoitia, la cosquilla en la llaga”. Excélsior. 22 de enero del 2008. http://www.exonline.com.mx/diario/noticia/comunidad/expresiones/jorge_ibarguengoitia,_la_cosquilla_en_la_llaga/108677
Laura M. López Murillo es Lic. en Contaduría por la UNAM. Con Maestría en Estudios Humanísticos Especializada en Literatura en el Itesm.
En algún lugar patriotero, por debajo de los niveles éticos, en un prístino laboratorio se distorsiona el pasado y se escribe el argumento apócrifo de la versión oficial; pero la naturaleza es sabia y la luz de la verdad es incontenible, y justamente ahí, donde se distorsiona el pasado, la realidad se fragmenta en mil y un imágenes de la memoria y se refracta en las lágrimas de los deudos sin resignación…
Dicen por ahí, que la noche del 2 de Octubre de 1968 en Tlatelolco no se olvida, que tampoco se han olvidado el 10 de Junio de 1971, ni todos los días ni las noches de la guerra sucia, y que el recuento de los daños se elabora religiosamente cada octubre desde hace cuarenta años.
El único sobreviviente de aquellos brutales episodios represivos es Luis Echeverría Álvarez, el ex presidente con ochenta años y la responsabilidad histórica, jurídica y moral a cuestas por la masacre de 1968 y por la cacería furtiva de estudiantes y disidentes. Todos los involucrados en aquella guerra sucia fallecieron antes de afrontar las consecuencias de sus actos u omisiones. Por eso, el resentimiento de una generación entera se concentra hoy en la figura del tirano que sobrevive y que se burla de la ley y de la historia.
Por eso, el 26 de marzo del 2009 se incorporará al almanaque nacional, porque ese día se concluyó un capítulo más en la larga y sinuosa Historia de las Infamias y la Ignominia en México: el Quinto Tribunal Colegiado en Materia Penal ratificó el amparo y exoneró al ex presidente Luis Echeverría del delito de genocidio; con ello se extinguen las acciones judiciales en su contra y el tirano, que se encontraba en un cómodo arresto domiciliario, recuperó su libertad.
Y por enésima vez, México es el campo de batalla donde se enfrentan las dos versiones de la historia: la oficial y la real. Este capítulo en la Historia de la Ignominia Nacional es la evidencia de la tensión que aún existe entre las antípodas históricas: el abogado Juan Velázquez declara que su cliente, Luis Echeverría, no es responsable de la masacre del 2 de Octubre; y Marcelino Perelló, testigo presencial de los hechos, egresado de la UNAM y ex integrante del legendario Comité Nacional de Huelga afirmó que, en efecto, (y cito textualmente su gloriosa afirmación) “Luis Echeverría no es un delincuente, porque es un hijo de la chingada”.
El esclarecimiento de los acontecimientos de 1968 y la subsecuente guerra sucia se vislumbró como una posibilidad de la alternancia en el poder (en sexenio de Vicente Fox) con la creación de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), encargada de resolver el conflicto entre las dos versiones de la misma historia; sin embargo, los gobiernos del cambio asimilaron las lecciones del Priato y las emularon. Ahora, no existe diferencia alguna entre aquellos regímenes y los actuales.
Durante cinco años se revisaron exhaustivamente las 59 mil fojas del expediente para concluir que no se encontró ni una sola evidencia que confirme la responsabilidad del ex presidente. El nefasto desenlace del proceso judicial emprendido contra Luis Echeverría por una fiscalía que ya desapareció (Femospp), confirma el talante pernicioso de la versión oficial de la historia nacional, escrita por la elite en el poder a su conveniencia.
La tergiversación del pasado es una de las especialidades de la clase gobernante mexicana, esa elite experta en fabricar mitos y héroes, en encubrir crímenes y delincuentes. Pero la otra historia, la verdad histórica es ineludible. La crónica de la realidad, (experimentada y/o atestiguada) cohesiona a los pueblos por la atracción de las memorias compartidas y les confiere conciencia social. El discurso histórico construye las identidades nacionales y el discurso oficial divulga consignas idiotizantes.
Durante la época del Desarrollo Estabilizador del Priato, y en el sexenio de Luis Echeverría, el escritor Jorge Ibargüengoitia desmitificaba el discurso histórico oficial y ridiculizaba la solemnidad de la Revolución Institucionalizada, con vocación crítica se acercó “a la realidad con el auxilio solitario de la inteligencia, en combate abierto con las verdades recibidas.”1
En aquel entonces, Ibargüengoitia enfatizó que el objetivo de su crítica era “la inagotable estupidez del patriotismo, tanto más imbécil cuando se ejerce desde el poder y la degradación irremediable de la geografía humana” 2.
Debido a un misterioso mimetismo denigrante, la clase política actual es una copia fiel y exacta de sus antecesores; por eso, el objetivo de la crítica de Ibargüengoitia sigue vigente, y bien puede aplicarse a la cínica declaración del abogado Juan Velásquez, quien dijo que el amparo "no significa que no haya habido responsables; sí los hubo, pero Luis Echeverría no lo fue; que sí hubo genocidio en 1968, pero que Echeverría es inocente.”
Y así, con los tintes de la aberración y la impunidad se escribe la historia institucional, ese compendio de imprecisiones y desbarajustes que pretende explicar el devenir de la mexicanidad. Pero es imperativo superar ese madrazo a la memoria colectiva, y ejercitar la racionalidad para delimitar los ámbitos de la historia oficial y de la realidad social.
Aunque los Tribunales exoneren a un tirano y criminal, esta historia de represión aún no tiene desenlace. Amnistía Internacional deploró la exoneración de Luis Echeverría del delito de genocidio y consideró que con ese gesto el Estado mexicano evidencia su incapacidad para llevar ante la justicia cientos de desapariciones, asesinatos y casos de tortura cometidos durante la guerra sucia. En un comunicado, la subdirectora para las Américas de Amnistía Internacional, Kerrie Howard, dijo que "los graves abusos a los derechos humanos cometidos en el pasado reciente en México, continúan ensombreciendo su presente".
Flagelos como éste desmoronan la confianza en las instituciones y alejan la posibilidad de reconstruirla porque se agudiza la polarización entre quienes escriben la historia y quienes la viven o la padecen; estos exabruptos de la justicia impiden el advenimiento del perdón y la reconciliación social, indispensables para cerrar ese capítulo del pasado y escribir los esbozos del futuro.
Cientos de testigos, víctimas y deudos de la guerra sucia configuran las líneas de una crónica social sin epílogo; pero la naturaleza es sabia y la luz de la verdad es incontenible, y justamente ahí, donde se distorsiona el pasado, la realidad se fragmenta en mil y un imágenes grabadas en la memoria y se refracta en las lágrimas de los deudos sin resignación…
Notas:
1) Jesús Silva-Herzog Márquez. “El baile del sentido común”. Reforma. 28 de enero del 2008. www.reforma.com/editoriales/nacional/425/848775/
2) Virginia Bautista. “Jorge Ibargüengoitia, la cosquilla en la llaga”. Excélsior. 22 de enero del 2008. http://www.exonline.com.mx/diario/noticia/comunidad/expresiones/jorge_ibarguengoitia,_la_cosquilla_en_la_llaga/108677
Laura M. López Murillo es Lic. en Contaduría por la UNAM. Con Maestría en Estudios Humanísticos Especializada en Literatura en el Itesm.
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