Arnaldo Córdova
De acuerdo con el artículo 39 constitucional, que establece el principio de la soberanía popular, las instituciones del Estado mexicano se fundan para beneficio del pueblo y no pueden tener otro fin. A ese principio obedecen todas las instituciones y su falta de congruencia con el mismo sólo muestra cómo ese mismo principio es permanentemente ignorado, cuando no violado. El Ejército Mexicano es una institución que sólo se justifica si se concibe en su existencia y en los fines de su funcionamiento para beneficio del pueblo mexicano. La Carta Magna impone que sus funciones son asegurar la paz interior y combatir cualquier amenaza venida del exterior. No más.
El Ejército Mexicano, aparte su estatus constitucional tan claro, es también un fruto de la historia. Nació con la Revolución Mexicana y a ella se debió siempre hasta que los mismos grupos gobernantes abjuraron de ella. La Revolución fue hecha por civiles uniformados, por hombres de diversas profesiones y ocupaciones que debieron tomar las armas para subvertir un orden que les pareció insoportable. Ellos mismos nos previnieron del peligro del militarismo que tanto asoló a la América Latina. Eran hombres y mujeres que habían luchado contra un militarismo despiadado. Pero eran, ante todo, políticos y lo siguieron siendo, después del fin de la lucha armada por casi tres décadas. Ellos le dieron a nuestro Ejército su sello.
La doctrina internacional que lleva el nombre del presidente Carranza informó la doctrina de principios del ejército revolucionario. La esencia de esa doctrina era la neutralidad en el mundo de las naciones, el respeto al derecho de los demás y la resistencia intransigente a la violencia y a la opresión de los poderosos. La Revolución Mexicana se vio muchas veces amenazada y agredida por esos poderes imperiales que se enseñoreaban del mundo y dictaban su ley. Eso nunca se aceptó. En la medida en que el nuevo régimen se desarrolló, el ejército fundado por los revolucionarios se acopló tersamente a las exigencias que desde la Constitución se le dictaban. Debería ser, ante todo, un ejército de paz en la arena internacional y un garante de la paz interior contra cualquier peligro.
Neutralidad exterior, dictada y respaldada por el Estado de la Revolución, y ser garante de la paz interior (jamás se pensó en un enemigo como el narco, sino en una revolución hipotética) resumían el credo de nuestro Ejército, fiel a las instituciones y, en particular y sobre todo, al presidente de la República. El Ejército, coherente con sus principios, ha sabido enfrentar con dignidad el cambio de un gobierno priísta por uno panista. Su fidelidad institucional a la figura presidencial se ha mantenido incólume. Se le manda a las calles y a los caminos a enfrentarse con los narcos y lo hace. Ahora, de la nada, como no sea el servilismo de los gobernantes derechistas a los amos del exterior, se le manda también a una aventura exterior, las maniobras de Unitas, y lo acepta.
Durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, antes de que México declarara el estado de guerra a las potencias del Eje, se hizo sólida la doctrina militar en el plano internacional del Estado mexicano: neutralidad y seguridad nacional. México sería seguro en la medida en que evitara involucrarse en los conflictos internacionales que concernieran sólo a los poderosos que se disputaban el dominio del mundo. México no tenía en ello vela en el entierro. La esencia de esa doctrina, derivada directamente de la Doctrina Carranza, era: el mejor modo de ahorrarse conflictos con los demás era no meterse en sus problemas. La mejor defensa de México era su neutralidad en la arena internacional.
Por supuesto que México no ha sido neutral del todo. Pero siempre supo hacer sus jugadas a favor del orden internacional y de la paz en el mismo. Nunca actuó en defensa de algún gran poder al que estuviera sometido ni claudicó de sus principios a favor de la paz en el mundo. Lo hizo en los treinta en ocasión de las agresiones fascistas a los débiles, como Abisinia, China, España o Austria. En los cincuenta y los sesenta a favor de la Guatemala agredida y la Cuba asediada. Y en los años setenta a favor de El Salvador y Nicaragua. Eso no ha demeritado el prestigio internacional del país y, al contrario, ha sido objeto de elogio.
Hoy en día la política internacional del país parece consistir en echar por el caño todas las buenas tradiciones que se han forjado a lo largo de nuestra historia. La forma en la que en el Senado se discutió y aprobó la solicitud del gobierno de Calderón para que se le permitiera enviar una pequeña fuerza a participar en las maniobras da la imagen exacta de ello. La senadora Rosario Green, añeja servidora de los regímenes priístas en este rubro, que hace unos diez años abogó porque a México no se le involucrara en un conflicto internacional con el envío de tropas, subió a la tribuna a apoyar la solicitud presidencial con el argumento de que ahora se trata de maniobras que miran a combatir al narcotráfico. La doctora Green debe informarse mejor sobre ese tipo de maniobras que, sólo muy lateralmente, están concebidas como ella las ve. Aquí se trata de comprometer a nuestro país con una política belicista de la potencia imperial que a México no le beneficia para nada, sino que lo compromete seriamente.
Hace unos días me pasé una semana en Costa Rica, invitado para dar la lección inaugural del año lectivo en la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica. Todos mis amigos costarricenses me dijeron, cuando yo lo pregunté, que la abolición del ejército en 1949 en ese país ni siquiera se hizo notar en la vida diaria de su pueblo y que luego de sesenta años ya nadie sabía para qué puede servir un ejército profesional. Ellos ven que hay orden y que la policía se basta y se sobra para mantener ese buen orden en la sociedad. Regresé a México preguntándome para qué diablos nos sirve un ejército y la respuesta se me vino a la cabeza de inmediato: para combatir al narcotráfico, un uso que jamás antes se le había asignado.
Lo que el gobierno panista está haciendo es involucrar y comprometer a México en una estrategia militar que le es ajena y que está sólo en los planes militares de Estados Unidos. La senadora Green debería explicarnos, ya que sabe tanto de asuntos militares, qué es lo que nuestros marinos van a aprender en materia de lucha contra el crimen organizado en unas maniobras que miran a hacer de nuestro país un socio menor de una potencia que tiene unos intereses mundiales muy diferentes de los que pueden y deben ser los nuestros.
De acuerdo con el artículo 39 constitucional, que establece el principio de la soberanía popular, las instituciones del Estado mexicano se fundan para beneficio del pueblo y no pueden tener otro fin. A ese principio obedecen todas las instituciones y su falta de congruencia con el mismo sólo muestra cómo ese mismo principio es permanentemente ignorado, cuando no violado. El Ejército Mexicano es una institución que sólo se justifica si se concibe en su existencia y en los fines de su funcionamiento para beneficio del pueblo mexicano. La Carta Magna impone que sus funciones son asegurar la paz interior y combatir cualquier amenaza venida del exterior. No más.
El Ejército Mexicano, aparte su estatus constitucional tan claro, es también un fruto de la historia. Nació con la Revolución Mexicana y a ella se debió siempre hasta que los mismos grupos gobernantes abjuraron de ella. La Revolución fue hecha por civiles uniformados, por hombres de diversas profesiones y ocupaciones que debieron tomar las armas para subvertir un orden que les pareció insoportable. Ellos mismos nos previnieron del peligro del militarismo que tanto asoló a la América Latina. Eran hombres y mujeres que habían luchado contra un militarismo despiadado. Pero eran, ante todo, políticos y lo siguieron siendo, después del fin de la lucha armada por casi tres décadas. Ellos le dieron a nuestro Ejército su sello.
La doctrina internacional que lleva el nombre del presidente Carranza informó la doctrina de principios del ejército revolucionario. La esencia de esa doctrina era la neutralidad en el mundo de las naciones, el respeto al derecho de los demás y la resistencia intransigente a la violencia y a la opresión de los poderosos. La Revolución Mexicana se vio muchas veces amenazada y agredida por esos poderes imperiales que se enseñoreaban del mundo y dictaban su ley. Eso nunca se aceptó. En la medida en que el nuevo régimen se desarrolló, el ejército fundado por los revolucionarios se acopló tersamente a las exigencias que desde la Constitución se le dictaban. Debería ser, ante todo, un ejército de paz en la arena internacional y un garante de la paz interior contra cualquier peligro.
Neutralidad exterior, dictada y respaldada por el Estado de la Revolución, y ser garante de la paz interior (jamás se pensó en un enemigo como el narco, sino en una revolución hipotética) resumían el credo de nuestro Ejército, fiel a las instituciones y, en particular y sobre todo, al presidente de la República. El Ejército, coherente con sus principios, ha sabido enfrentar con dignidad el cambio de un gobierno priísta por uno panista. Su fidelidad institucional a la figura presidencial se ha mantenido incólume. Se le manda a las calles y a los caminos a enfrentarse con los narcos y lo hace. Ahora, de la nada, como no sea el servilismo de los gobernantes derechistas a los amos del exterior, se le manda también a una aventura exterior, las maniobras de Unitas, y lo acepta.
Durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, antes de que México declarara el estado de guerra a las potencias del Eje, se hizo sólida la doctrina militar en el plano internacional del Estado mexicano: neutralidad y seguridad nacional. México sería seguro en la medida en que evitara involucrarse en los conflictos internacionales que concernieran sólo a los poderosos que se disputaban el dominio del mundo. México no tenía en ello vela en el entierro. La esencia de esa doctrina, derivada directamente de la Doctrina Carranza, era: el mejor modo de ahorrarse conflictos con los demás era no meterse en sus problemas. La mejor defensa de México era su neutralidad en la arena internacional.
Por supuesto que México no ha sido neutral del todo. Pero siempre supo hacer sus jugadas a favor del orden internacional y de la paz en el mismo. Nunca actuó en defensa de algún gran poder al que estuviera sometido ni claudicó de sus principios a favor de la paz en el mundo. Lo hizo en los treinta en ocasión de las agresiones fascistas a los débiles, como Abisinia, China, España o Austria. En los cincuenta y los sesenta a favor de la Guatemala agredida y la Cuba asediada. Y en los años setenta a favor de El Salvador y Nicaragua. Eso no ha demeritado el prestigio internacional del país y, al contrario, ha sido objeto de elogio.
Hoy en día la política internacional del país parece consistir en echar por el caño todas las buenas tradiciones que se han forjado a lo largo de nuestra historia. La forma en la que en el Senado se discutió y aprobó la solicitud del gobierno de Calderón para que se le permitiera enviar una pequeña fuerza a participar en las maniobras da la imagen exacta de ello. La senadora Rosario Green, añeja servidora de los regímenes priístas en este rubro, que hace unos diez años abogó porque a México no se le involucrara en un conflicto internacional con el envío de tropas, subió a la tribuna a apoyar la solicitud presidencial con el argumento de que ahora se trata de maniobras que miran a combatir al narcotráfico. La doctora Green debe informarse mejor sobre ese tipo de maniobras que, sólo muy lateralmente, están concebidas como ella las ve. Aquí se trata de comprometer a nuestro país con una política belicista de la potencia imperial que a México no le beneficia para nada, sino que lo compromete seriamente.
Hace unos días me pasé una semana en Costa Rica, invitado para dar la lección inaugural del año lectivo en la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica. Todos mis amigos costarricenses me dijeron, cuando yo lo pregunté, que la abolición del ejército en 1949 en ese país ni siquiera se hizo notar en la vida diaria de su pueblo y que luego de sesenta años ya nadie sabía para qué puede servir un ejército profesional. Ellos ven que hay orden y que la policía se basta y se sobra para mantener ese buen orden en la sociedad. Regresé a México preguntándome para qué diablos nos sirve un ejército y la respuesta se me vino a la cabeza de inmediato: para combatir al narcotráfico, un uso que jamás antes se le había asignado.
Lo que el gobierno panista está haciendo es involucrar y comprometer a México en una estrategia militar que le es ajena y que está sólo en los planes militares de Estados Unidos. La senadora Green debería explicarnos, ya que sabe tanto de asuntos militares, qué es lo que nuestros marinos van a aprender en materia de lucha contra el crimen organizado en unas maniobras que miran a hacer de nuestro país un socio menor de una potencia que tiene unos intereses mundiales muy diferentes de los que pueden y deben ser los nuestros.
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