La desterritorialización económica

Javier Sicilia

Entre las muchas lecciones que deja la crisis económica, una en particular se destaca detrás de la maraña de discursos que buscan sanearla: la destrucción de la concretud de los territorios en nombre de la abstracción económica.

Un territorio no es, como lo piensan los desarrollistas y los tecnócratas, un recurso explotable para el crecimiento; una porción de tierra donde los expertos pueden aplicar sus teorías para el bienestar de la gente. No es tampoco algo que está allí para ser ocupado. Es, por el contrario, una manera de habitar.

A diferencia de lo que piensan los desarrollistas preocupados por la parálisis del dinero que impide la inversión para el desarrollo –construcción de fábricas, de perreras o termiteros llamados departamentos, de asfalto carretero y garajes–, habitar es un arte que tiene que ver con el arte de vivir. No es moverse en un mundo con fábricas, alojamientos, empleos y supermercados. Es permanecer en las huellas de un territorio; preservar lo que otros hicieron para nosotros y continuar tejiéndolo. Este tejido puede estar hecho de piedras que se preservan por generaciones donde se cultiva y se fabrican objetos cuyo valor es el uso y la belleza; puede también estar hecho de cañas y hojas que se vuelven a reconstruir en cada estación de lluvias, y de actividades productivas que se alternan entre la cosecha y el oficio creador.
Contrariamente al alojamiento contemporáneo, que se deteriora desde el día mismo en que está listo para venderse; a la fábrica, a la oficina burocrática o al simple empleo, que embrutecen en un afán de producir productos y obtener un salario para consumirlos en un departamento al que se llega a pernoctar –como un automóvil se estaciona en un garaje o como los objetos inútiles ocupan el espacio de nuestras viviendas–, el habitar es siempre distinto de un territorio a otro. En él todos trabajan y tienen una morada modelada por las maneras de vivir y producir de sus ancestros.

Lo que la economía moderna ha hecho es precisamente desterritorializar, destruir esos tejidos humanos para sustituirlos por redes productivas y espacios cartesianos y homogéneos. El hombre moderno ya no habita. Desterritorializado pervive, al igual que un animal encerrado en un zoológico, conducido por un poder administrativo.

Empleado en una fábrica o en la improductividad de una oficina burocrática o en cualquier otro tipo de empleo tan improductivo como el burocrático, recibe un salario que consume en un supermercado, en un transporte motorizado y en una vivienda a la que sólo llega a pernoctar y a mirar la televisión. Destruido en su creatividad, domesticado para el salario y el consumo, el homo economicus no habita un territorio; se encuentra en una espacialidad que extiende por todas partes –las ciudades tienen el mismo aspecto en Taiwán que en México–. Le es imposible creer que pueda existir una manera distinta de situarse en el mundo. Para él, el tojolobal que habita una cabaña de bajareque, cultivando frijol y maíz y preservando el mundo que sus ancestros tejieron para él, el peul que lleva sus bueyes, el songhai pescador o el bobo cultivador, que habitan el territorio en el que una vida se inscribe, son pobres que hay que desterritorializar para que puedan desarrollarse en un espacio hecho de kilómetros de asfalto, de viviendas sin rostro y de trabajo sin sentido.

En un mundo así, la crisis económica se mira como un mal. Desterritorializado, el homo economicus no puede imaginar un mundo sin empleo y sin consumo, sin asfalto y coches; sin espacios habitacionales y sin fábricas; sin instituciones hospitalarias y educativas; en síntesis, sin dinero que permite desterritorializar para aumentar la abstracción del capital. La sencillez, la pobreza, los límites y el común no tienen sentido alguno para él. La vida se ha vuelto tan complicada por la desterritorialización del sueño económico que lejos de ver la crisis como la puesta al desnudo de la trampa en que habitamos, la miramos como el anuncio de un apocalipsis que nos ciega. Empecinados en mantener a flote la desterritorialización, los poderes económicos siembran el pánico o minimizan la crisis.

Sin embargo, cuando se observa a aquellos que todavía habitan un territorio –las vidas pueblerinas; los indígenas que se resisten al embate de la modernidad o que, como en Brasil, penetran las tierras abandonadas y se instalan en ellas para reterritorializar el espacio que la economía moderna les quitó; los que se desenchufan del sistema y buscan alternativas viéndose en el espejo de los territorios del pasado–, cuando se mira a esos que la lógica económica considera premodernos, subversivos, rijosos, perdedores, podemos comprender que la crisis es una oportunidad para redescubrir que la dignidad del hombre sólo es posible en la sencillez que nos permite habitar.

Este cambio, que implica mirar de otra manera, no podrá producirse a través de los gobiernos, sometidos al sueño desterritorializador del Mercado y del desarrollo económico. Tiene que ser el producto de la creación de una atmósfera de opinión pública que permita a la gente volver a entender lo que significa habitar un mundo hecho de territorios y no de abstracciones económicas y espacialidades.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Cosco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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