Luis Paulino Vargas Solís
En el intento por atenuar los perniciosos efectos derivados de la actual crisis económica mundial, los distintos países tienden a adoptar políticas que, en la jerga de la economía convencional, son interpretadas como “proteccionistas”.
Ese término engloba no solo medidas que limitan el comercio internacional, sino también aquellas que buscan incentivar de forma diferenciada la producción nacional o prevenir que los empleos se vayan –arrastrados por el capital y las inversiones itinerantes- hacia otros países. Las manifestaciones del asunto proliferan: desde la cláusula “buy America” (comprar lo que se produce en Estados Unidos) incorporada por el Congreso estadounidense en el paquete de estímulo fiscal aprobado hace unas semanas, hasta las disposiciones adoptadas en Francia para que sus bancos den preferencia a las empresas francesas.
El asunto causa grave escándalo en los medios de la sabiduría económica oficial, la cual aduce que ese tipo de disposiciones eventualmente frenarían el comercio a nivel mundial y con ello provocarían un ahondamiento de la crisis. En respaldo de esta tesis se trae a cuento lo ocurrido durante la depresión de los años treinta del siglo XX. En sus versiones más sofisticadas se recurre a las elaboraciones intelectuales de la teoría del comercio internacional. El tema ha provocado declaraciones de figuras mundiales –incluidos Obama y el Primer Ministro británico- quienes se han sentido en la necesidad de afirmar su adhesión al libre comercio.
En todo esto abundan contradicciones, doble moral, falacias teóricas, ideología e intereses.
1. Las contradicciones
Si todos los países se cerraran al comercio, éste evidentemente se desplomaría. Claro que eso no conviene, pero ello no afirma que el comercio sea universalmente beneficioso, como lo pretende la economía convencional. Sin embargo, y antes de que ninguna política proteccionista haya hecho sentir su efecto, en estos momentos estamos presenciando un desplome brutal del comercio mundial. Alemania, Japón y China –tres superpotencias exportadoras- son ejemplos dramáticos de tal cosa. En enero de 2009, y comparado con el mismo mes del año anterior, las exportaciones japonesas experimentaron un retroceso de -45,7% y las alemanas de -20,7%. En febrero las exportaciones chinas fueron un -25,7% menores respecto de un año antes. No muy diferente es el caso de la pequeña Costa Rica, donde las exportaciones representan un 55% del PIB.
Entonces, cuando se advierte en contra de políticas proteccionistas que pudieran frenar el comercio ¿de qué realmente se está hablando si de todas formas –por efecto de la profunda recesión mundial- el comercio se está cayendo de forma estrepitosa?
En esas condiciones, se vuelve imperativo tomar medidas que atenúen el daño que ocasiona la caída del comercio. Un ejemplo de ello lo aporta China con acciones masivas de estímulo fiscal (US$ 500 mil millones en un primer paquete que, con seguridad, será seguido por otros). En general, cuando el problema asume estas características se hace imperativo recurrir a otras políticas, alternativas a las de libre comercio en su acepción ortodoxa. O al menos así debería ser si hay verdadero interés por evitar un deterioro catastrófico de la economía y una explosión descontrolada del desempleo.
Es entonces cuando quedan al desnudo las impudicias ideológicas de la retórica librecambista y todo lo banal de sus abstracciones teóricas. Defender la dogmática del libre comercio, cuando las cosas toman este cariz, es una apuesta clarísima a favor de los intereses del capital transnacional, para el cual existe patria tan solo cuando necesita del Estado para que le enmiende sus tortas.
En cambio, rechazan con fiereza cualquier reorientación de las políticas que ponga en el centro el empleo y las empresas que sí son nacionales. Doble discurso y, sobre todo, doble moral. Justo eso es lo que se expresa hoy día, a nivel mundial, en la prédica decadente que intenta salvar del desastre un librecambismo que, escondidito tras los excesos de los especuladores financieros, comparte con éstos mucha de la responsabilidad por la actual crisis global.
2. Falacias teóricas
La defensa del libre comercio se sustenta en diversas elaboraciones teóricas, cuyo núcleo fundamental –no obstante el nutrido enramado de adornos que le han agregado- sigue siendo la teoría de las ventajas comparativas, originada en David Ricardo. La idea básica es simple y tiene todo el poder que el pensamiento popular atribuye al sentido común: si un país comercia, lo hará exportando aquello en lo que es más eficiente e importando lo que produce menos eficientemente. Ello lleva a la especialización y, por esa vía, a una mayor productividad y riqueza. La teoría se construye imaginando un mundo de tan solo dos países. Todas las sofisticaciones posteriores –que incluyen un pesado instrumental matemático- poco hacen por mejorar ese caricaturesco punto de partida.
Se opera así en un altísimo nivel de abstracción, donde el mundo real desaparece. Pero, no obstante lo anterior, se pretende que sus conclusiones sean válidas –e incluso obligatorias- en ese mundo de la realidad. Ello es peligrosísimo.
En la vida real, el comercio es –como todo en la economía- un espacio de poder y de intereses. En ese juego conflictivo se deciden pérdidas y ganancias y formas variables de distribuir unas y otras. Así lo hemos visto en los procesos de transnacionalización de los últimos decenios, donde los campos respectivos de ganadores y perdedores han estado muy bien demarcados. Si eso es así en general, lo es mucho más en un contexto de crisis como el actual. Cuando las cosas van bien, los poderosos buscan acaparar lo más que puedan de las ganancias. Cuando van mal, procuran seguir ganando y que otros –grupos o sectores o países débiles- carguen con todas las pérdidas.
Un compromiso mínimo con la democracia y la justicia hace necesarias políticas alternativas, que traten de controlar y atenuar el daño que acarrea la actual deriva destructiva mundial. Pero, de nuevo, esto supone hacer cosas distintas a aquellas que, por casi treinta años, han sido impuestas a nivel global por el capital transnacional hegemónico. Como era esperable, éste se opone rabiosamente a esa posibilidad, no obstante que lo que se pone en evidencia es la bancarrota de su modelo.
3. Alternativas frente al “discurso único”
Detrás de la defensa dogmática del libre comercio no solamente hay un interés por impedir que se pongan en marcha políticas que recojan los intereses y necesidades de otros grupos y sectores distintos al capital transnacional, sino que con ello se intenta darle nueva vigencia al discurso único mediante el cual el neoliberalismo mundial intentó justificar, en los últimos tres decenios, la prevalencia de los intereses de ese capital transnacional y de los países ricos.
Cuando nos dicen: no intenten esa política porque ello implica proteccionismo y agudizará la crisis, en realidad nos repiten –casi con las mismas palabras- lo que vienen diciendo desde hace treinta años: que si las cosas no se hacen como ellos dicen y a la medida de sus intereses, entonces el mundo se derrumbará. En realidad, lo que estamos viendo es que el mundo se está derrumbando justo porque las cosas se hicieron a como ellos quisieron que se hicieran.
En realidad, la crisis hace urgente un cambio. Al menos es así si se busca impedir que sus costos se recarguen sobre quienes son más débiles y si, además, se pretende que en la economía haya un poco de racionalidad, suficiente, al menos, para impedir nuevos desastres como el actual (que en el futuro podrían ser peores). O sea, la crisis convoca con urgencia a hacer las cosas de otra forma.
Vale entonces reivindicar nuevas formas de comerciar entre países, de integrarse y cooperar. Aquí cobra inusitada vigencia la idea de la desconexión propuesta hace 20 años por Samir Amín. Solo que, con seguridad, convendría llamarla de otra forma, a fin de evitar equívocos (sobre todo el error de interpretarlo como una opción de aislamiento y autarquía), y, por supuesto, es necesario darle contenidos prácticos específicos y adaptados a las condiciones de los distintos países y regiones. En todo caso, es válida, e incluso urgente, en el caso de los países del sur.
Se trata de construir agrupamientos regionales que reconstruyan las condiciones del comercio, las finanzas y la cooperación económica, social, cultural y política. En lo inmediato –es decir, para este momento y los años inmediatos venideros- de lo que se trata es de cortar los circuitos que trasmiten los efectos destructivos de la crisis. En un plazo más amplio, se trata de redefinir las bases del desarrollo desde criterios de democracia, justicia, igualdad y respeto a la naturaleza, para lo cual es indispensable redefinir también las formas de relación con el capitalismo mundial.
En el intento por atenuar los perniciosos efectos derivados de la actual crisis económica mundial, los distintos países tienden a adoptar políticas que, en la jerga de la economía convencional, son interpretadas como “proteccionistas”.
Ese término engloba no solo medidas que limitan el comercio internacional, sino también aquellas que buscan incentivar de forma diferenciada la producción nacional o prevenir que los empleos se vayan –arrastrados por el capital y las inversiones itinerantes- hacia otros países. Las manifestaciones del asunto proliferan: desde la cláusula “buy America” (comprar lo que se produce en Estados Unidos) incorporada por el Congreso estadounidense en el paquete de estímulo fiscal aprobado hace unas semanas, hasta las disposiciones adoptadas en Francia para que sus bancos den preferencia a las empresas francesas.
El asunto causa grave escándalo en los medios de la sabiduría económica oficial, la cual aduce que ese tipo de disposiciones eventualmente frenarían el comercio a nivel mundial y con ello provocarían un ahondamiento de la crisis. En respaldo de esta tesis se trae a cuento lo ocurrido durante la depresión de los años treinta del siglo XX. En sus versiones más sofisticadas se recurre a las elaboraciones intelectuales de la teoría del comercio internacional. El tema ha provocado declaraciones de figuras mundiales –incluidos Obama y el Primer Ministro británico- quienes se han sentido en la necesidad de afirmar su adhesión al libre comercio.
En todo esto abundan contradicciones, doble moral, falacias teóricas, ideología e intereses.
1. Las contradicciones
Si todos los países se cerraran al comercio, éste evidentemente se desplomaría. Claro que eso no conviene, pero ello no afirma que el comercio sea universalmente beneficioso, como lo pretende la economía convencional. Sin embargo, y antes de que ninguna política proteccionista haya hecho sentir su efecto, en estos momentos estamos presenciando un desplome brutal del comercio mundial. Alemania, Japón y China –tres superpotencias exportadoras- son ejemplos dramáticos de tal cosa. En enero de 2009, y comparado con el mismo mes del año anterior, las exportaciones japonesas experimentaron un retroceso de -45,7% y las alemanas de -20,7%. En febrero las exportaciones chinas fueron un -25,7% menores respecto de un año antes. No muy diferente es el caso de la pequeña Costa Rica, donde las exportaciones representan un 55% del PIB.
Entonces, cuando se advierte en contra de políticas proteccionistas que pudieran frenar el comercio ¿de qué realmente se está hablando si de todas formas –por efecto de la profunda recesión mundial- el comercio se está cayendo de forma estrepitosa?
En esas condiciones, se vuelve imperativo tomar medidas que atenúen el daño que ocasiona la caída del comercio. Un ejemplo de ello lo aporta China con acciones masivas de estímulo fiscal (US$ 500 mil millones en un primer paquete que, con seguridad, será seguido por otros). En general, cuando el problema asume estas características se hace imperativo recurrir a otras políticas, alternativas a las de libre comercio en su acepción ortodoxa. O al menos así debería ser si hay verdadero interés por evitar un deterioro catastrófico de la economía y una explosión descontrolada del desempleo.
Es entonces cuando quedan al desnudo las impudicias ideológicas de la retórica librecambista y todo lo banal de sus abstracciones teóricas. Defender la dogmática del libre comercio, cuando las cosas toman este cariz, es una apuesta clarísima a favor de los intereses del capital transnacional, para el cual existe patria tan solo cuando necesita del Estado para que le enmiende sus tortas.
En cambio, rechazan con fiereza cualquier reorientación de las políticas que ponga en el centro el empleo y las empresas que sí son nacionales. Doble discurso y, sobre todo, doble moral. Justo eso es lo que se expresa hoy día, a nivel mundial, en la prédica decadente que intenta salvar del desastre un librecambismo que, escondidito tras los excesos de los especuladores financieros, comparte con éstos mucha de la responsabilidad por la actual crisis global.
2. Falacias teóricas
La defensa del libre comercio se sustenta en diversas elaboraciones teóricas, cuyo núcleo fundamental –no obstante el nutrido enramado de adornos que le han agregado- sigue siendo la teoría de las ventajas comparativas, originada en David Ricardo. La idea básica es simple y tiene todo el poder que el pensamiento popular atribuye al sentido común: si un país comercia, lo hará exportando aquello en lo que es más eficiente e importando lo que produce menos eficientemente. Ello lleva a la especialización y, por esa vía, a una mayor productividad y riqueza. La teoría se construye imaginando un mundo de tan solo dos países. Todas las sofisticaciones posteriores –que incluyen un pesado instrumental matemático- poco hacen por mejorar ese caricaturesco punto de partida.
Se opera así en un altísimo nivel de abstracción, donde el mundo real desaparece. Pero, no obstante lo anterior, se pretende que sus conclusiones sean válidas –e incluso obligatorias- en ese mundo de la realidad. Ello es peligrosísimo.
En la vida real, el comercio es –como todo en la economía- un espacio de poder y de intereses. En ese juego conflictivo se deciden pérdidas y ganancias y formas variables de distribuir unas y otras. Así lo hemos visto en los procesos de transnacionalización de los últimos decenios, donde los campos respectivos de ganadores y perdedores han estado muy bien demarcados. Si eso es así en general, lo es mucho más en un contexto de crisis como el actual. Cuando las cosas van bien, los poderosos buscan acaparar lo más que puedan de las ganancias. Cuando van mal, procuran seguir ganando y que otros –grupos o sectores o países débiles- carguen con todas las pérdidas.
Un compromiso mínimo con la democracia y la justicia hace necesarias políticas alternativas, que traten de controlar y atenuar el daño que acarrea la actual deriva destructiva mundial. Pero, de nuevo, esto supone hacer cosas distintas a aquellas que, por casi treinta años, han sido impuestas a nivel global por el capital transnacional hegemónico. Como era esperable, éste se opone rabiosamente a esa posibilidad, no obstante que lo que se pone en evidencia es la bancarrota de su modelo.
3. Alternativas frente al “discurso único”
Detrás de la defensa dogmática del libre comercio no solamente hay un interés por impedir que se pongan en marcha políticas que recojan los intereses y necesidades de otros grupos y sectores distintos al capital transnacional, sino que con ello se intenta darle nueva vigencia al discurso único mediante el cual el neoliberalismo mundial intentó justificar, en los últimos tres decenios, la prevalencia de los intereses de ese capital transnacional y de los países ricos.
Cuando nos dicen: no intenten esa política porque ello implica proteccionismo y agudizará la crisis, en realidad nos repiten –casi con las mismas palabras- lo que vienen diciendo desde hace treinta años: que si las cosas no se hacen como ellos dicen y a la medida de sus intereses, entonces el mundo se derrumbará. En realidad, lo que estamos viendo es que el mundo se está derrumbando justo porque las cosas se hicieron a como ellos quisieron que se hicieran.
En realidad, la crisis hace urgente un cambio. Al menos es así si se busca impedir que sus costos se recarguen sobre quienes son más débiles y si, además, se pretende que en la economía haya un poco de racionalidad, suficiente, al menos, para impedir nuevos desastres como el actual (que en el futuro podrían ser peores). O sea, la crisis convoca con urgencia a hacer las cosas de otra forma.
Vale entonces reivindicar nuevas formas de comerciar entre países, de integrarse y cooperar. Aquí cobra inusitada vigencia la idea de la desconexión propuesta hace 20 años por Samir Amín. Solo que, con seguridad, convendría llamarla de otra forma, a fin de evitar equívocos (sobre todo el error de interpretarlo como una opción de aislamiento y autarquía), y, por supuesto, es necesario darle contenidos prácticos específicos y adaptados a las condiciones de los distintos países y regiones. En todo caso, es válida, e incluso urgente, en el caso de los países del sur.
Se trata de construir agrupamientos regionales que reconstruyan las condiciones del comercio, las finanzas y la cooperación económica, social, cultural y política. En lo inmediato –es decir, para este momento y los años inmediatos venideros- de lo que se trata es de cortar los circuitos que trasmiten los efectos destructivos de la crisis. En un plazo más amplio, se trata de redefinir las bases del desarrollo desde criterios de democracia, justicia, igualdad y respeto a la naturaleza, para lo cual es indispensable redefinir también las formas de relación con el capitalismo mundial.
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