Jorge Altamira
Hace menos de dos semanas, el diario The Wall Street Journal (25/2) acentuaba los colores negros del Citibank al anunciar el "desconcierto por la falta de directivas del gobierno de Estados Unidos".
El Estado se había hecho cargo del 36 por ciento de las acciones ordinarias del banco, pero no le ofrecía una orientación: ¿habría que desmantelarlo mediante la creación de un ‘banco malo' que se hiciera cargo de los activos invendibles para pagarle lo que hubiera o restara a los acreedores? ¿O había, en cambio, que aguantar tal cual estaba a la espera de que una recuperación económica permitiera saldar las deudas a los valores originales?
La bruma de la incertidumbre no se había disipado cuando en forma brusca las acciones del Citi se dispararon en un día un 37 por ciento, lo que levantó a la Bolsa de Nueva York y a las de todo el mundo en porcentajes abultados. El detonante de la suba fue un memorando interno del banco que anticipaba ganancias por primera vez en más de un año y medio. El banco que los medios ya habían condenado al ocaso resurgía de sus cenizas y parecía dejar ver el horizonte de salida de la crisis. ¿Para qué habernos preocupado tanto? Las buenas nuevas de este Drácula de la economía mundial habían opacado la noticia, cien veces más importante, de que las exportaciones de China se derrumbaban y el mercado interno conocía una caída de precios, la deflación, por primera vez en doce años.
Cualquier memorando de la banca mundial que anuncie beneficios es un camelo porque, en primer lugar, debería haber agotado la previsión de pérdidas por activos incobrables que, en el caso del Citibank, habían llegado a los dos billones de dólares y a nivel mundial a cincuenta billones de dólares. De todos modos, las pérdidas que registran los bancos son fundamentalmente virtuales, porque no pasan de una operación de rebaja de valor en los libros. La pérdida no ocurre efectivamente, como sería con la venta del activo a su valor depreciado. El sistema financiero se encuentra en pie, pero colapsado, porque el dinero que le inyectan los Estados solamente sirve para evitar que se declaren en bancarrota desde el punto de vista legal. Una manifestación efectiva del colapso bancario es la caída en picada del crédito que financia el comercio internacional.
Sea como fuere, el mismo día en que se iba a conocer la reencarnación improbable del Citibank, una reputada analista norteamericana, Meredith Whitney, alertaba, también en el diario WSJ, sobre el derrumbe inminente de las tarjetas de crédito en EEUU. La analista había previsto con anticipación el derrumbe del Citibank y había sufrido por ello varias amenazas de muerte. Según Meredith, los derechos de giro por tarjeta son de cinco billones de dólares, aunque se utilizan 800 mil millones, que se renuevan periódicamente varias veces al año. La analista cree que, entre la crisis bancaria y la desocupación, la caída de los salarios y los desalojos, el stock de crédito por tarjeta se va a reducir un 60 por ciento, o sea a dos billones de dólares. Sin embargo, como ocurre en Argentina con los créditos al consumo, las tarjetas de crédito se titularizan o secutirizan, o sea que se convierten en bonos en poder de otros financistas, que quedan como prestamistas de última instancia del banco emisor de la tarjeta. Son cinco los bancos que dominan el 66 por ciento del mercado de tarjetas -en primer lugar el Citi. Pues bien, éste es el banco que pretende estar ganando plata y anticipando la recuperación económica.
En realidad, la suba de las bolsas ocasionada por el anuncio de ganancias del Citi obedeció a que muchos especuladores salieron a comprar acciones que habían vendido a la baja sin tenerlas en su poder; es decir que obedeció a un movimiento espasmódico de un mercado que especula con la quiebra de los bancos, no con su recuperación. De cualquier modo, el derrumbe mundial no es una línea recta sino zigzagueante -siempre en dirección al Polo Sur. Las noticias de recuperación apuntan a ofrecer argumentos a las burocracias sindicales para persuadir a los obreros a aceptar suspensiones y despidos porque la salida de la crisis está a la vuelta de la esquina.
Hace menos de dos semanas, el diario The Wall Street Journal (25/2) acentuaba los colores negros del Citibank al anunciar el "desconcierto por la falta de directivas del gobierno de Estados Unidos".
El Estado se había hecho cargo del 36 por ciento de las acciones ordinarias del banco, pero no le ofrecía una orientación: ¿habría que desmantelarlo mediante la creación de un ‘banco malo' que se hiciera cargo de los activos invendibles para pagarle lo que hubiera o restara a los acreedores? ¿O había, en cambio, que aguantar tal cual estaba a la espera de que una recuperación económica permitiera saldar las deudas a los valores originales?
La bruma de la incertidumbre no se había disipado cuando en forma brusca las acciones del Citi se dispararon en un día un 37 por ciento, lo que levantó a la Bolsa de Nueva York y a las de todo el mundo en porcentajes abultados. El detonante de la suba fue un memorando interno del banco que anticipaba ganancias por primera vez en más de un año y medio. El banco que los medios ya habían condenado al ocaso resurgía de sus cenizas y parecía dejar ver el horizonte de salida de la crisis. ¿Para qué habernos preocupado tanto? Las buenas nuevas de este Drácula de la economía mundial habían opacado la noticia, cien veces más importante, de que las exportaciones de China se derrumbaban y el mercado interno conocía una caída de precios, la deflación, por primera vez en doce años.
Cualquier memorando de la banca mundial que anuncie beneficios es un camelo porque, en primer lugar, debería haber agotado la previsión de pérdidas por activos incobrables que, en el caso del Citibank, habían llegado a los dos billones de dólares y a nivel mundial a cincuenta billones de dólares. De todos modos, las pérdidas que registran los bancos son fundamentalmente virtuales, porque no pasan de una operación de rebaja de valor en los libros. La pérdida no ocurre efectivamente, como sería con la venta del activo a su valor depreciado. El sistema financiero se encuentra en pie, pero colapsado, porque el dinero que le inyectan los Estados solamente sirve para evitar que se declaren en bancarrota desde el punto de vista legal. Una manifestación efectiva del colapso bancario es la caída en picada del crédito que financia el comercio internacional.
Sea como fuere, el mismo día en que se iba a conocer la reencarnación improbable del Citibank, una reputada analista norteamericana, Meredith Whitney, alertaba, también en el diario WSJ, sobre el derrumbe inminente de las tarjetas de crédito en EEUU. La analista había previsto con anticipación el derrumbe del Citibank y había sufrido por ello varias amenazas de muerte. Según Meredith, los derechos de giro por tarjeta son de cinco billones de dólares, aunque se utilizan 800 mil millones, que se renuevan periódicamente varias veces al año. La analista cree que, entre la crisis bancaria y la desocupación, la caída de los salarios y los desalojos, el stock de crédito por tarjeta se va a reducir un 60 por ciento, o sea a dos billones de dólares. Sin embargo, como ocurre en Argentina con los créditos al consumo, las tarjetas de crédito se titularizan o secutirizan, o sea que se convierten en bonos en poder de otros financistas, que quedan como prestamistas de última instancia del banco emisor de la tarjeta. Son cinco los bancos que dominan el 66 por ciento del mercado de tarjetas -en primer lugar el Citi. Pues bien, éste es el banco que pretende estar ganando plata y anticipando la recuperación económica.
En realidad, la suba de las bolsas ocasionada por el anuncio de ganancias del Citi obedeció a que muchos especuladores salieron a comprar acciones que habían vendido a la baja sin tenerlas en su poder; es decir que obedeció a un movimiento espasmódico de un mercado que especula con la quiebra de los bancos, no con su recuperación. De cualquier modo, el derrumbe mundial no es una línea recta sino zigzagueante -siempre en dirección al Polo Sur. Las noticias de recuperación apuntan a ofrecer argumentos a las burocracias sindicales para persuadir a los obreros a aceptar suspensiones y despidos porque la salida de la crisis está a la vuelta de la esquina.
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