Zedillo y Calderón aplauden barbaridades cometidas

Carlos Fernández-Vega

Sonrientes, plácidos y tomados de la mano (tú y yo somos uno mismo, cantaría Timbiriche), en Davos Ernesto Zedillo y Felipe Calderón compartieron el pan, la sal y las bondades del Fobaproa. El primero presumió el innegable privilegio que concedió a los mexicanos al armar, sin consulta alguna, uno de los “rescates” bancarios más onerosos e ineficientes del planeta. El segundo, convocó al mundo a que siga el ejemplo nacional “para salvar la crisis”. Y ambos aplaudieron las barbaridades cometidas.

Al final de cuentas, ¿qué representa un miserable 20 por ciento del producto interno bruto, frente a la felicidad y orgullo que en los mexicanos provoca el privilegio de “rescatar” a sus barones del dinero y convertir al país en la gran cueva de Ali Babá para las trasnacionales financieras?

Zedillo y Calderón, sin olvidar a Fox, se ríen de mediocres “rescatillos” bancarios, como el francés de mediados de los 90 que a los galos apenas les costó el equivalente a 0.7 por ciento de su producto interno bruto (datos del Fondo Monetario Internacional), es decir, 28 veces menos que el “rescate” mexicano. O el filipino, que en esa década no pasó de 0.6 por ciento de su PIB, el egipcio (0.5 por ciento) o el turco (1.1 por ciento). Estados Unidos tuvo el propio en la década de los 80, con un costo fiscal cercano a 3.2 por ciento del producto; casi 30 años después, en aquel país repiten el numerito, y la dosis crece a 6-8 por ciento.

Otros “rescatillos” bancarios se registraron en el mundo, al mismo tiempo que el mexicano. En Argentina (1995) representó 1.6 por ciento del PIB; Australia (1989-1992), 1.9 por ciento; Polonia (1992-1995), 3.5; Suiza (1991-1994), 4; Finlandia (1991-1994), 11; Hungría (1991-1995), 10, y Eslovenia (1992-1994), 14.6 por ciento.

Contados son los países que pueden presumir lo mismo que Zedillo y Calderón en Davos. Por ejemplo, en la Venezuela prechavista el “rescate” bancario (1994-1997) representó 22 por ciento del producto interno bruto de esa nación sudamericana; en Tailandia (1997), 32.8; en Corea del Sur (1997), 26.5; en Japón (1992), 20, y en Indonesia (1997), 50 por ciento, el más oneroso de los registrados en esa década. Sin embargo, a cambio de ese costo, mal que bien la banca cumple con su función de intermediación y acicate para el crecimiento, no sin llevarse una buena tajada de utilidades. La diferencia estriba en que ninguno de los países citados entregó la totalidad de sus respectivos sistemas bancarios al capital foráneo, como sí lo hizo México, amén que los aterrizajes de los “rescates” se dieron a corto plazo, mientras aquí lo llevaron a 30 años.

Así, Zedillo y Calderón tienen mucho de qué presumir, porque además de “rescatar” a los banqueros privados con dineros públicos, en los últimos 15 años el régimen procedió de igual forma con los barones del azúcar, de las carreteras, de las aerolíneas, etcétera, etcétera, a quienes los mexicanos, quiéranlo o no, pagan puntualmente, y por muchos años más seguirán haciéndolo, para recibir a cambio una banca usurera, carreteras con peajes elevadísimos, azúcar cada día más cara y con ingenios, al igual que con las aerolíneas, siempre al borde de un nuevo “rescate” público, por sólo citar algunos casos. Y en la tienda de enfrente 50 millones de mexicanos hundidos en la pobreza y la miseria, en el entendido que personajes como los citados tienen sus prioridades.

Lo que ningún involucrado en este asunto ha explicado es cómo fue que el “apoyo transitorio a la banca” promovido a inicios de 1995 derivó en un voluminoso “rescate” superior a 100 mil millones de dólares, o 20 por ciento del PIB. El “juego” comenzó con alrededor de 400 millones de pesos en enero de 1995 (el “apoyo transitorio”); para finales de 1998 el saldo superaba los 552 mil millones, y al 31 de diciembre de 2008 el adeudo superaba los 745 mil millones, no obstante que se han pagado más de 400 mil millones. Los jilgueros oficiales aseguran que cada día “es menor” el débito con respecto al PIB, lo que técnicamente es correcto, pero en realidad tal “reducción” no es porque el débito haya decrecido, sino porque el valor nominal del producto interno bruto se ha incrementado.

Para ejercitar la memoria, hay que recordar que en la primera mitad de enero de 1995, tres semanas después de los “errores de diciembre”, el Banco de México aplicó “un esquema de apoyo transitorio” a la banca privada (“para garantizar sanos niveles de capitalización”), emitiendo obligaciones subordinadas por cerca de 50 millones de dólares (unos 400 millones de pesos al tipo de cambio de entonces). Un mes después, el Fobaproa había canalizado mil 800 millones de dólares a esa misma banca privada. En octubre el monto creció a 3 mil 500 millones, en noviembre a 5 mil 500 millones y en diciembre de ese mismo año a 6 mil 500 millones de dólares. Al concluir 1998, el saldo llegaba a 62 mil millones de billetes verdes, justo cuando los diputados priístas y panistas autorizaron la conversión de dicho saldo en deuda pública y la creación del IPAB, organismo que poco más adelante reconoció que el original “esquema de apoyo transitorio” ya representaba un pasivo cercano a 100 mil millones de dólares al 31 de diciembre de 2000.

También en 1995, Eduardo Fernández García y Miguel Mancera Aguayo, entonces presidente de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores y gobernador del Banco de México, respectivamente, con una sonrisa afirmaban que el costo del rescate bancario “no superará el 5 por ciento del PIB”, y al unísono declaraban: “ningún banco irá a la quiebra”.

De cualquier suerte, aún en el hipotético caso de que el saldo del “rescate” ya no se incremente, los mexicanos tardarían algo así como 18 años adicionales para terminar de pagar lo que, sonrientes, plácidos y tomados de la mano, Zedillo y Calderón festejaron en Davos. Ello, claro está, en el también idílico supuesto de que no se presentara la “necesidad” de rescatar de nueva cuenta a la banca o a cualquier otro de los grandes grupos empresariales –nacionales y extranjeros– que de este país han hecho su negocio personal, con la complicidad del inquilino de Los Pinos (léase gerente) en turno, siempre acompañado por “un muy buen equipo económico, probablemente uno de los mejores del mundo”.

Las rebanadas del pastel

El duopolio televisivo se retuerce, presiona, manipula, chantajea. Se niega a perder un solo centavo del exquisito pastel publicitario electoral. Tampoco está en sus planes perder ingresos por anuncios comerciales en horario regular. ¿Qué hacer, entonces? Sencillo: les apesta los partidos a los fanáticos futboleros, y echa a caminar a la teleaudiencia en contra del proceso electoral, los partidos políticos y la autoridad encargada del proceso (unos y otra de por sí apestados). Allí están los Frankenstein del régimen, totalmente fuera de control y aterrorizando al respetable.

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