Pedro Miguel
Todos los efectos especiales imaginables, toda la capacidad histriónica del Estado, fueron puestos en juego a partir del 2 de julio de 2006 para imponer la percepción del juego limpio, la imagen de la honestidad, el valor (aspiracional, por supuesto) de la democracia. Simular un triunfo electoral, robar una Presidencia, reprimir a quien se opusiera a la toma de posesión: no fue casual el dislate de poner la banda presidencial, literalmente, en una manu militari ni las primeras decisiones calderónicas de sacar los Ejércitos a las calles y de colocar, en el palacio de Cobián, a un conocido apapachador de torturadores. En aquel momento el grupo en el poder simuló y robó, pero se quedó con las ganas de reprimir a una ciudadanía indignada, sí, pero no tonta, que supo encontrar en los cauces pacíficos el camino de su resistencia.
El siguiente capítulo fue simular algún interés por un aspecto específico del estado de derecho –roto desde Fox, o desde mucho antes–, robar cámara con operativos espectaculares que alarmaron más que reconfortaron a la sociedad en general, pero que no intimidaron a los narcos, y reprimir al sector no alineado de la delincuencia. No usemos la palabra "catástrofe" para no incomodar a Calderón, pero el resultado de su empeño es de los que no pueden (di)simularse: las funerarias, junto con los negocios de los clanes Mouriño y Zavala, son de las pocas empresas (ah, sí: junto con Repsol, Iberdrola y los bancos españoles) que prosperan descaradamente en tiempos del calderonato, y por algo será: es que el mercado de los contratos gubernamentales y el de los fallecimientos se han hinchado en forma tal vez inexplicable, toda vez que no ha ocurrido ni un incremento decisivo en el gasto público ni una epidemia mortífera.
¿Y qué ha venido después? Pues simular el interés nacional (¿alguien se acuerda de aquella suprema urgencia patria de perforar en aguas profundas?), robar recursos naturales propiedad de la nación, reprimir con toda la fuerza mediática del Estado (en ese capítulo, los concesionarios privados de la tele guardaron los agravios de la clase política, a la espera de cobrarlos con intereses, y se lanzaron al denuesto de la sensatez) y destacar contingentes de pefepos disfrazados de soldados de cienca ficción para hacer frente al descontento ciudadano.
Simular el principio de gobernabilidad para colocar en puestos clave a los allegados que traficaban con influencias; robar sin antifaz, y con la Ley de Transparencia en la mano, mediante la (auto) concesión de salarios y prestaciones de las Mil y unas Noches (tipo Kuwait o Qatar, o tipo Alí Babá, como prefieran) en un país de hambrientos; reprimir todo intento de esclarecer las maniobras cochinas en las cúpulas de la felicidad.
Simular justicia y exonerar de toda sospecha a Mario Marín, a Peña Nieto, a Medina Mora, a García Luna, a Ulises Ruiz, a Elba Esther, a Fox y a sus cachorrastros; robarse los excedentes de la exportación petrolera, los sobrantes de obras contratadas, las migajas de los robos del sexenio anterior; robarse los recursos públicos para financiar ceremonias de autoglorificación en un país con déficit de servicios de salud. Reprimir a los funcionarios que denuncian la pudrición, someterlos a arraigos domiciliarios, simular acusaciones en su contra, reprimir a dirigentes sociales, robarles su libertad, simular preocupación por los derechos humanos.
Robarse la verdad y simular que no pasa nada, que la crisis es una tontería por la que no hay que preocuparse; escamotear la obligada autocrítica por la imprevisión inaceptable; reprimir, con una ceja levantada que prefigura el golpe de un tolete y el impacto demoledor de una averiguación previa, a los profetas de la catástrofe, a los que le apuestan al fracaso de México, a los... poco faltó para recuperar del ancestro, junto con las alabanzas inescrupulosas al Fobaproa, aquella expresión gloriosa del "pequeñito grupo de malosos".
Simular, robar, reprimir: ya van casi tres años, pero catástrofe, lo que se llama catástrofe hipercatastrofiquísima, no se ve por ningún lado.
Todos los efectos especiales imaginables, toda la capacidad histriónica del Estado, fueron puestos en juego a partir del 2 de julio de 2006 para imponer la percepción del juego limpio, la imagen de la honestidad, el valor (aspiracional, por supuesto) de la democracia. Simular un triunfo electoral, robar una Presidencia, reprimir a quien se opusiera a la toma de posesión: no fue casual el dislate de poner la banda presidencial, literalmente, en una manu militari ni las primeras decisiones calderónicas de sacar los Ejércitos a las calles y de colocar, en el palacio de Cobián, a un conocido apapachador de torturadores. En aquel momento el grupo en el poder simuló y robó, pero se quedó con las ganas de reprimir a una ciudadanía indignada, sí, pero no tonta, que supo encontrar en los cauces pacíficos el camino de su resistencia.
El siguiente capítulo fue simular algún interés por un aspecto específico del estado de derecho –roto desde Fox, o desde mucho antes–, robar cámara con operativos espectaculares que alarmaron más que reconfortaron a la sociedad en general, pero que no intimidaron a los narcos, y reprimir al sector no alineado de la delincuencia. No usemos la palabra "catástrofe" para no incomodar a Calderón, pero el resultado de su empeño es de los que no pueden (di)simularse: las funerarias, junto con los negocios de los clanes Mouriño y Zavala, son de las pocas empresas (ah, sí: junto con Repsol, Iberdrola y los bancos españoles) que prosperan descaradamente en tiempos del calderonato, y por algo será: es que el mercado de los contratos gubernamentales y el de los fallecimientos se han hinchado en forma tal vez inexplicable, toda vez que no ha ocurrido ni un incremento decisivo en el gasto público ni una epidemia mortífera.
¿Y qué ha venido después? Pues simular el interés nacional (¿alguien se acuerda de aquella suprema urgencia patria de perforar en aguas profundas?), robar recursos naturales propiedad de la nación, reprimir con toda la fuerza mediática del Estado (en ese capítulo, los concesionarios privados de la tele guardaron los agravios de la clase política, a la espera de cobrarlos con intereses, y se lanzaron al denuesto de la sensatez) y destacar contingentes de pefepos disfrazados de soldados de cienca ficción para hacer frente al descontento ciudadano.
Simular el principio de gobernabilidad para colocar en puestos clave a los allegados que traficaban con influencias; robar sin antifaz, y con la Ley de Transparencia en la mano, mediante la (auto) concesión de salarios y prestaciones de las Mil y unas Noches (tipo Kuwait o Qatar, o tipo Alí Babá, como prefieran) en un país de hambrientos; reprimir todo intento de esclarecer las maniobras cochinas en las cúpulas de la felicidad.
Simular justicia y exonerar de toda sospecha a Mario Marín, a Peña Nieto, a Medina Mora, a García Luna, a Ulises Ruiz, a Elba Esther, a Fox y a sus cachorrastros; robarse los excedentes de la exportación petrolera, los sobrantes de obras contratadas, las migajas de los robos del sexenio anterior; robarse los recursos públicos para financiar ceremonias de autoglorificación en un país con déficit de servicios de salud. Reprimir a los funcionarios que denuncian la pudrición, someterlos a arraigos domiciliarios, simular acusaciones en su contra, reprimir a dirigentes sociales, robarles su libertad, simular preocupación por los derechos humanos.
Robarse la verdad y simular que no pasa nada, que la crisis es una tontería por la que no hay que preocuparse; escamotear la obligada autocrítica por la imprevisión inaceptable; reprimir, con una ceja levantada que prefigura el golpe de un tolete y el impacto demoledor de una averiguación previa, a los profetas de la catástrofe, a los que le apuestan al fracaso de México, a los... poco faltó para recuperar del ancestro, junto con las alabanzas inescrupulosas al Fobaproa, aquella expresión gloriosa del "pequeñito grupo de malosos".
Simular, robar, reprimir: ya van casi tres años, pero catástrofe, lo que se llama catástrofe hipercatastrofiquísima, no se ve por ningún lado.
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