Enrique López Aguilar/ La Jornada Semanal
Una persona perezosa es un reloj sin agujas:
inútil si anda o si está parado
William Cowper
Los pensadores medievales consideraban que la tristitia, fruto de la melancolía, era pecaminosa por su capacidad de prohijar incontables desviaciones humanas. Si bien es cierto que la melancolía supone un grado de meditación y abstraimiento donde se cuece una actividad interior, estuvo asociada desde la Antigüedad con el apasionamiento, es decir, con el pathos: se trataba de un padecimiento del que no podía defenderse el melancólico. A la tristitia, en cambio, se le atribuía un origen amoroso: el abandono del enamorado, su añoranza del ser amado y el pasmo que se considera propio de quienes viven una pasión erótica, daba como resultado un alejamiento de lo que Juan Ruiz llamó el buen amor, el dirigido a Dios. La consecuencia de esa tristeza era la colocación de todos los pensamientos en la persona amada, con total abandono de los asuntos cotidianos, pues uno de sus sinuosos caminos llevaba a deificar a un ser humano. No hace falta decir que, además de melancólica, la tristitia era hija del mal amor. En ese sentido, casi como el pecado capital de la pereza, era considerada infractora del orden del cosmos no por acción (la lujuria y la gula serían pecados activos) sino por omisión.
Aceptando que una consecuencia de la tristeza es que quien la padece se vuelve un ser omiso, en la lectura medieval existiría, por lo menos, una causa que la justifica: el amor apasionado (correspondido, o no) hacia otra persona. La pereza es harina de otro costal. Para el pensador español, Fernando Savater, “la pereza es la falta de estímulo, de deseo, de voluntad para atender a lo necesario e incluso para realizar actividades creativas o de cualquier índole. Es una congelación de la voluntad, el abandono de nuestra condición de seres activos y emprendedores.” Vista así, la pereza es un abandono, una negligencia, una apatía donde se renuncia a los deberes personales, pues su manifestación se produce con el abandono de actividades que deberían hacerse: la “actuación” de la pereza se traduce en conductas irresponsables caracterizadas por el abandono.
Si el nombre moderno de la tristitia fuera depresión, ¿eso significa que una persona perezosa tendría justificada su zanganería con una explicación médica? Se sabe que una de las características de la depresión es la (relativa) inactividad de la persona que la padece, pero creo excesivo considerar que una persona que requiere terapia o medicamentos para vencer su estado depresivo deba ser considerada perezosa, pues una de las condiciones de la pereza parece ser la decisión de dejar de estar donde están los otros: hay deprimidos que alcanzan a pedir ayuda para resolver su situación; el perezoso prefiere estar donde está pues, como afirmó Jules Renard, “ la pereza no es más que el hábito de descansar antes de estar cansado”.
Uno de los puertos modernos de la pereza es la relación adictiva con la computadora, particularmente con internet y las curiosas variantes dizque de acercamiento personal conocidas como “parloteo”, es decir, como chat. La adicción que menciono ya ha sido tipificada como un padecimiento psicológico y confío en que pronto pueda ser vista en las legislaciones correspondientes. He conocido el caso de un hombre que, en medio de una reunión, se despedía nerviosamente a cierta hora, pues “tenía cita en el chat con una amiga de India”, con quien pensaba casarse. Conozco otro más grave: el de una mujer que, tiempo después de haber dado a luz, dejó en manos de su hija mayor y de una nana el cuidado del recién nacido; en las de su esposo, la proveeduría y la administración de la casa, y la atención de los dos hijos; en las de todos, sus propios deberes. Su desidia la hizo perder relación laboral con la escuela donde trabajaba. Comenzó a divagar en distintos proyectos con tal de no concluir con una tesis de la que le faltaban diez páginas; dormía de manera esporádica para chatear, lo cual le producía un sueño de pocas horas pero de muchas ocasiones, distribuidas durante noche y día; dejó de relacionarse con su entorno personal, aunque se encontraba “muy comunicada con el mundo” y “con mucho trabajo”. Al cabo de tantas horas frente a la computadora, descubrió una variante de la pereza. Dejó “a todos los suyos” antes de irse para siempre y sus familiares piensan que, tal vez, ella pudo haberse metido dentro de la computadora para volverse un ser cibernético. ¿Habrá forma de sacarla de ahí?
Concluyo con un recuerdo del catecismo: “contra pereza, diligencia”.
Una persona perezosa es un reloj sin agujas:
inútil si anda o si está parado
William Cowper
Los pensadores medievales consideraban que la tristitia, fruto de la melancolía, era pecaminosa por su capacidad de prohijar incontables desviaciones humanas. Si bien es cierto que la melancolía supone un grado de meditación y abstraimiento donde se cuece una actividad interior, estuvo asociada desde la Antigüedad con el apasionamiento, es decir, con el pathos: se trataba de un padecimiento del que no podía defenderse el melancólico. A la tristitia, en cambio, se le atribuía un origen amoroso: el abandono del enamorado, su añoranza del ser amado y el pasmo que se considera propio de quienes viven una pasión erótica, daba como resultado un alejamiento de lo que Juan Ruiz llamó el buen amor, el dirigido a Dios. La consecuencia de esa tristeza era la colocación de todos los pensamientos en la persona amada, con total abandono de los asuntos cotidianos, pues uno de sus sinuosos caminos llevaba a deificar a un ser humano. No hace falta decir que, además de melancólica, la tristitia era hija del mal amor. En ese sentido, casi como el pecado capital de la pereza, era considerada infractora del orden del cosmos no por acción (la lujuria y la gula serían pecados activos) sino por omisión.
Aceptando que una consecuencia de la tristeza es que quien la padece se vuelve un ser omiso, en la lectura medieval existiría, por lo menos, una causa que la justifica: el amor apasionado (correspondido, o no) hacia otra persona. La pereza es harina de otro costal. Para el pensador español, Fernando Savater, “la pereza es la falta de estímulo, de deseo, de voluntad para atender a lo necesario e incluso para realizar actividades creativas o de cualquier índole. Es una congelación de la voluntad, el abandono de nuestra condición de seres activos y emprendedores.” Vista así, la pereza es un abandono, una negligencia, una apatía donde se renuncia a los deberes personales, pues su manifestación se produce con el abandono de actividades que deberían hacerse: la “actuación” de la pereza se traduce en conductas irresponsables caracterizadas por el abandono.
Si el nombre moderno de la tristitia fuera depresión, ¿eso significa que una persona perezosa tendría justificada su zanganería con una explicación médica? Se sabe que una de las características de la depresión es la (relativa) inactividad de la persona que la padece, pero creo excesivo considerar que una persona que requiere terapia o medicamentos para vencer su estado depresivo deba ser considerada perezosa, pues una de las condiciones de la pereza parece ser la decisión de dejar de estar donde están los otros: hay deprimidos que alcanzan a pedir ayuda para resolver su situación; el perezoso prefiere estar donde está pues, como afirmó Jules Renard, “ la pereza no es más que el hábito de descansar antes de estar cansado”.
Uno de los puertos modernos de la pereza es la relación adictiva con la computadora, particularmente con internet y las curiosas variantes dizque de acercamiento personal conocidas como “parloteo”, es decir, como chat. La adicción que menciono ya ha sido tipificada como un padecimiento psicológico y confío en que pronto pueda ser vista en las legislaciones correspondientes. He conocido el caso de un hombre que, en medio de una reunión, se despedía nerviosamente a cierta hora, pues “tenía cita en el chat con una amiga de India”, con quien pensaba casarse. Conozco otro más grave: el de una mujer que, tiempo después de haber dado a luz, dejó en manos de su hija mayor y de una nana el cuidado del recién nacido; en las de su esposo, la proveeduría y la administración de la casa, y la atención de los dos hijos; en las de todos, sus propios deberes. Su desidia la hizo perder relación laboral con la escuela donde trabajaba. Comenzó a divagar en distintos proyectos con tal de no concluir con una tesis de la que le faltaban diez páginas; dormía de manera esporádica para chatear, lo cual le producía un sueño de pocas horas pero de muchas ocasiones, distribuidas durante noche y día; dejó de relacionarse con su entorno personal, aunque se encontraba “muy comunicada con el mundo” y “con mucho trabajo”. Al cabo de tantas horas frente a la computadora, descubrió una variante de la pereza. Dejó “a todos los suyos” antes de irse para siempre y sus familiares piensan que, tal vez, ella pudo haberse metido dentro de la computadora para volverse un ser cibernético. ¿Habrá forma de sacarla de ahí?
Concluyo con un recuerdo del catecismo: “contra pereza, diligencia”.
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