Narcolumpenización

Ricardo Monreal Ávila

“¿Cómo hemos llegado a esta barbarie?”, preguntó de manera pública Felipe Calderón en relación a la penetración del narcotráfico en la sociedad y en el gobierno. Es una pregunta que también nos hacemos muchos mexicanos cuando vemos el nivel de violencia y sadismo que caracteriza la guerra del narco. Es una pregunta que necesita una respuesta.

Cada vez está más claro el perfil del “bárbaro” que ha puesto en jaque al país, ha masificado los niveles de inseguridad, ha despertado la sed de venganza colectiva bajo la demanda de la “pena de muerte” y nos ha colocado a nivel de “Estados fallidos” de Medio Oriente o África. ¿Acaso las imágenes de los “tapados” de Monterrey, de la narcointifada de la semana pasada, no parecían tomadas en las calles de Pakistán o Afganistán?

El secretario de seguridad de Nuevo León los descubrió: “son jóvenes lumpen de las colonias marginadas de Monterrey”. En efecto, el promedio de edad de la mayor parte de los 20 mil muertos que reporta la guerra inútil contra el narcotráfico en los últimos ocho años tiene entre 19 y 35 años de edad. Son jóvenes nacidos entre 1975 y 1990, cuando el país dejó de crecer, de generar empleos, de garantizar salarios remuneradores, de invertir en educación y en salud como políticas de Estado, para convertirlas en políticas asistencialistas o de filantropía social.

Estos mexicanos nunca tuvieron un lugar en los esquemas macroeconómicos estabilizadores ni en los planes de “shock económicos” de esa época, diseñados para un país de 40 millones de habitantes, no de 60, 80, 90 o los más de 100 que ahora somos. No hubo lugar para ellos en la escuela, en la fábrica, en la oficina o en el centro de salud cuando enfermaban. Al final, no tuvieron lugar ni en sus hogares, cuando los tradicionales lazos solidarios de la clásica familia mexicana terminaron desintegrándose por las sucesivas crisis de ingresos y desempleo en su seno.

Esta generación de jóvenes lumpen ha tenido a la pandilla de la colonia por hogar, a la calle por escuela, a la cárcel por universidad, a la delincuencia por fuente de ingresos y a las drogas por sucedáneo de la realidad. Su contacto con las “instituciones del Estado” son, por el lado amable, las encuestas del INEG que miden su condición de desempleado y marginado crónico; por el lado rudo, las policías de todo tipo que les venden protección o los extorsionan.

Es la generación de la violencia, donde matar es un empleo, ir a la cárcel un simple “accidente de trabajo” y desafiar cotidianamente a la muerte es un tanático “motivo de orgullo”. Esta generación ha hecho de la violencia una apología y un entretenimiento. Así los socializó la tele y el cable. Pero también, un método para sobrevivir: el darwinismo social que impulsa una sociedad profundamente desigual e injusta, con frecuencia implica que la violencia sea el recurso extremo para calificar en la selección natural del más fuerte.

El Pozolero de Tijuana durante varios años disolvió cadáveres en tambores de ácido “porque era un empleo”. Le pagaban 300 dólares a la semana. Es también el ingreso promedio de los jóvenes sicarios reclutados por el narco en los barrios maginados de las ciudades del país, donde repartiendo mochilas escolares de 180 pesos y 500 en efectivo (lo de una beca estudiantil) se pueden organizar intifadas como las de Monterrey, Culiacán y Reynosa. “Si lo hizo, fue por hambre”, explicó avergonzada la mamá del Pozolero. Casualmente, la misma expresión utilizan las madres que recogen los cuerpos de sus hijos en la congestionada morgue de Ciudad de Juárez.

Lumpenproletariado: “En cuanto clase, es el subproletariado o proletariado de los andrajos, constituido por los que, carentes de ocupación continua y no inscritos en una sociedad productiva cualquiera, permanecen al margen de la sociedad industrial o de servicios” (Diccionario de Política, Norberto Bobbio).

Narcolumpenización es la amenaza más grande que enfrenta actualmente el país no sólo en el ámbito de la seguridad, sino de su viabilidad como Estado nacional al estar afectados los cimientos mismos de su edificio social.

¿Cómo llegamos a esta barbarie? Por la impunidad o el fracaso de nuestro sistema de justicia, sí. Por la falta de penas más severas y cárceles, no lo creo. Por la proliferación de armas, tal vez. Por la corrupción de los cuerpos de seguridad, por supuesto. Pero sobre todo, por seguir aferrados a un modelo económico bárbaro que masifica la lumpenización de los jóvenes, condena a la población a crisis recurrentes (por factores internos o externos), y transforma lo que debería ser un “bono demográfico” en una pesadilla social. Es decir, por seguir en la misma ruta que el gobierno ni siquiera ha planteado revisar, sino profundizar y ensanchar.

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