Enrique López Aguilar/La Jornada semanal
No pretendo dirimir aquí uno de esos juegos de salón donde se le ofrecen a la víctima ciertos pares mínimos de algunos temas para que descarte uno y elija otro; sin embargo, no ha sido infrecuente durante mi vida que, ante la candorosa pregunta veraniega: “¿dónde piensas ir durante estas vacaciones?”, el comentario del inquisidor ante mi respuesta se formule con otra pregunta, asestada con cara de escándalo y azoro: “¿es que no vas a ir a Cancún?”, o “¿no te gusta la playa?” Y no es que yo haya dicho algo semejante, pero mi elección seguramente osciló entre la Sierra Tarahumara y Pátzcuaro, lugares muy alejados del bronceador, de la arena, de los rumores salinos del agua y de la venta de cocteles de mariscos a precios estratosféricos, lo cual ya parece prohijar otro comentario: “a mí no me gusta viajar para mirar piedras” (enérgico eufemismo que vale por “arquitectura”, “casas”, “iglesias”, “museos”, “ciudades”). Es eso lo que me lleva a la somera búsqueda de entender por qué, entre mis preferencias de toda la vida, nunca ha estado el mar (más bien, la de cierta clase de mar).
No disputo la vocación de la mayoría que busca un destino turístico para naufragar en el mar todas las noches, aunque no me resulta evidente que eso ocurra entre Homero y Joseph Conrad. De hecho, entiendo muy bien que mar, más playa, más arena, más sol no es una suma aritmética, sino una ecuación cuyo complejo resultado es el de (semi)desnudez, más bronceado epitelial, más la exhibición de cuerpos propios y ajenos, más la prueba de habilidades natatorias y de otra índole, todo lo cual acarrea consigo el resultado lateral de pieles quemadas por el sol, de la contemplación de los cuerpos de dos mil mujeres triponas y señores ventrudos a cambio de la esporádica epifanía de una Úrsula Andress y un James Bond emergiendo de las aguas, de la certeza de que en el nivel del mar el alcohol “casi no se sube”, de la llegada de los spring breakers … Muchas veces, el resultado de tantas fantasías concluye en la terrible muerte por agua, es decir, en el ahogamiento, consecuencia de retar al mar sin tener armas para hacerlo.
Ha de ser cierto que en el mar la vida es más sabrosa, pero sin hoteles, infraestructura turística, palapitas vendedoras, changarritos ambulantes, venta de cervezas (al triple que en Tierra más Firme), cocos con vodka, cocteles varios, el apartado de tumbonas y toallas y parasoles, multitudes alrededor y todo lo demás, debe ser siniestra la experiencia de estar ahí, pescar para comer y sin nadie a la vista (como, tal vez, lo tuvo que hacer Robinsón Crusoe). No diré que aquello sea el mar, sino el mar desde sus orillas, es decir, desde las playas turísticas y desde una “grata” invención burguesa.
No se trata de los mares cantados por Homero y Joseph Conrad, ni de las aguas donde Ahab y Moby Dick dirimieron sus batallas; tampoco el punto donde el Atlántico se mira desde Lisboa, sin nadadores; tampoco donde el Mediterráneo se percibe libre de la peste turística; tampoco donde, en Estambul, se encuentra libre de lampreas; hay un mar mucho más allá, donde no se atreve el turista lascivo, barrigón y alcoholizado –el mismo que se aferra a sus temblorosas papitas con salsa y a su cerveza tibia, buscando el ridículo ligue playero. Creo que aquel otro es el terrible mar que me gustaría conocer (aunque me diga más el bosque).
El mar cuenta con una ilustre y merecida genealogía de escritores que lo han venerado y, por una u otra razón, lo han convertido en el espacio donde se zanjan batallas y se propician grandes enfrentamientos: entre Troya y las crónicas de la Conquista de las Indias, casi no ha habido historia fundadora que no haya tenido que ver con el mar. Por sus formas y luces siempre cambiantes, también ha sido objeto de cultivo para las artes visuales desde la pintura barroca, por lo menos. Sin embargo, cuenta con pocos músicos. Existe esa brevedad, el concierto La tempesta di mare , de Vivaldi, superada por la Música acuática, de Telemann (“audición” marina desde el puerto de Hamburgo, en el siglo xviii ); están el Mar tranquilo y próspero viaje (desde el poema de Gœthe hasta las notas de Beethoven y Mendelssohn) y La mer, de Debussy… Dentro de la producción musical más reciente, The Who ofreció su brillante y casi onomatopéyica Quadropenia en los finales de los años setenta, lo cual conduce a la verificación de que ninguna de las grandes islas geográficas ha producido obra musical relevante donde el mar sea protagonista.
Al mar le faltan grandes músicos: le sobran turistas y basura.
(Continuará)
alapiz@hotmail.com
No pretendo dirimir aquí uno de esos juegos de salón donde se le ofrecen a la víctima ciertos pares mínimos de algunos temas para que descarte uno y elija otro; sin embargo, no ha sido infrecuente durante mi vida que, ante la candorosa pregunta veraniega: “¿dónde piensas ir durante estas vacaciones?”, el comentario del inquisidor ante mi respuesta se formule con otra pregunta, asestada con cara de escándalo y azoro: “¿es que no vas a ir a Cancún?”, o “¿no te gusta la playa?” Y no es que yo haya dicho algo semejante, pero mi elección seguramente osciló entre la Sierra Tarahumara y Pátzcuaro, lugares muy alejados del bronceador, de la arena, de los rumores salinos del agua y de la venta de cocteles de mariscos a precios estratosféricos, lo cual ya parece prohijar otro comentario: “a mí no me gusta viajar para mirar piedras” (enérgico eufemismo que vale por “arquitectura”, “casas”, “iglesias”, “museos”, “ciudades”). Es eso lo que me lleva a la somera búsqueda de entender por qué, entre mis preferencias de toda la vida, nunca ha estado el mar (más bien, la de cierta clase de mar).
No disputo la vocación de la mayoría que busca un destino turístico para naufragar en el mar todas las noches, aunque no me resulta evidente que eso ocurra entre Homero y Joseph Conrad. De hecho, entiendo muy bien que mar, más playa, más arena, más sol no es una suma aritmética, sino una ecuación cuyo complejo resultado es el de (semi)desnudez, más bronceado epitelial, más la exhibición de cuerpos propios y ajenos, más la prueba de habilidades natatorias y de otra índole, todo lo cual acarrea consigo el resultado lateral de pieles quemadas por el sol, de la contemplación de los cuerpos de dos mil mujeres triponas y señores ventrudos a cambio de la esporádica epifanía de una Úrsula Andress y un James Bond emergiendo de las aguas, de la certeza de que en el nivel del mar el alcohol “casi no se sube”, de la llegada de los spring breakers … Muchas veces, el resultado de tantas fantasías concluye en la terrible muerte por agua, es decir, en el ahogamiento, consecuencia de retar al mar sin tener armas para hacerlo.
Ha de ser cierto que en el mar la vida es más sabrosa, pero sin hoteles, infraestructura turística, palapitas vendedoras, changarritos ambulantes, venta de cervezas (al triple que en Tierra más Firme), cocos con vodka, cocteles varios, el apartado de tumbonas y toallas y parasoles, multitudes alrededor y todo lo demás, debe ser siniestra la experiencia de estar ahí, pescar para comer y sin nadie a la vista (como, tal vez, lo tuvo que hacer Robinsón Crusoe). No diré que aquello sea el mar, sino el mar desde sus orillas, es decir, desde las playas turísticas y desde una “grata” invención burguesa.
No se trata de los mares cantados por Homero y Joseph Conrad, ni de las aguas donde Ahab y Moby Dick dirimieron sus batallas; tampoco el punto donde el Atlántico se mira desde Lisboa, sin nadadores; tampoco donde el Mediterráneo se percibe libre de la peste turística; tampoco donde, en Estambul, se encuentra libre de lampreas; hay un mar mucho más allá, donde no se atreve el turista lascivo, barrigón y alcoholizado –el mismo que se aferra a sus temblorosas papitas con salsa y a su cerveza tibia, buscando el ridículo ligue playero. Creo que aquel otro es el terrible mar que me gustaría conocer (aunque me diga más el bosque).
El mar cuenta con una ilustre y merecida genealogía de escritores que lo han venerado y, por una u otra razón, lo han convertido en el espacio donde se zanjan batallas y se propician grandes enfrentamientos: entre Troya y las crónicas de la Conquista de las Indias, casi no ha habido historia fundadora que no haya tenido que ver con el mar. Por sus formas y luces siempre cambiantes, también ha sido objeto de cultivo para las artes visuales desde la pintura barroca, por lo menos. Sin embargo, cuenta con pocos músicos. Existe esa brevedad, el concierto La tempesta di mare , de Vivaldi, superada por la Música acuática, de Telemann (“audición” marina desde el puerto de Hamburgo, en el siglo xviii ); están el Mar tranquilo y próspero viaje (desde el poema de Gœthe hasta las notas de Beethoven y Mendelssohn) y La mer, de Debussy… Dentro de la producción musical más reciente, The Who ofreció su brillante y casi onomatopéyica Quadropenia en los finales de los años setenta, lo cual conduce a la verificación de que ninguna de las grandes islas geográficas ha producido obra musical relevante donde el mar sea protagonista.
Al mar le faltan grandes músicos: le sobran turistas y basura.
(Continuará)
alapiz@hotmail.com
Comentarios