Ricardo Monreal Ávila
El Gobierno federal transpira desesperación y mal humor. Nada parece salir bien. El plan anticrisis no convence a los empresarios y agentes financieros. La lucha contra el crimen organizado agudiza la espiral de violencia en el país y recibe una cruel recomendación de parte de tres expresidentes latinoamericanos (Zedillo, Gaviria y Cardoso): es más efectivo despenalizar la mariguana que proseguir con "la ineficaz" guerra contra los estupefacientes. Las encuestas sobre preferencias electorales rumbo a los comicios intermedios ubican al partido en el Gobierno, el PAN, en segundo lugar, con perspectivas de bajar aún más a medida que avance la crisis. Por último, el empresario más importante del país, de América Latina y segundo hombre más rico de este mundo globalizado, expone un panorama económico desolador. Prácticamente, Carlos Slim mandó al diablo la estrategia y la política económica del actual Gobierno para sortear la crisis.
Frente a ello, el Gobierno del señor Calderón responde con una estrategia propia de los promotores de "cursos de autoestima" y conferencias de superación personal, que reducen todo al voluntarismo de las personas y hacen abstracción de las estructuras sociales y fuerzas económicas que enmarcan a los individuos.
De acuerdo con esta visión, la crisis económica sería un asunto de percepción, no de realidad. De diagnósticos pesimistas, no de realidades sociales. De profecías autocumplidas, no de verdaderos programas anticíclicos. De agoreros del desastre y enanos de tapanco (López Portillo dixit), no de estadistas y liderazgos sociales. La crisis se reduce así a un estado de ánimo o, mejor dicho, a un ánimo del Estado: catastrofista u optimista, fatalista o positivista, gris o florido, triste o alegre, deprimido o eufórico.
Sin embargo, el catastrofismo no es privativo del señor Slim. Si tuviéramos que ubicar la fuente del pesimismo mexicano, nos llevaríamos la sorpresa de que se encuentra en el INEGI, Banxico, IMSS, la Secretaría del Trabajo (ST) y todas las demás dependencias públicas y privadas que llevan el monitoreo y pulso de la economía mexicana. Por ejemplo, el INEGI nos informa que más de tres millones de profesionistas se han integrado al mercado laboral informal. El IMSS, que más de 500 mil mexicanos han perdido se empleo en tres meses. Banxico, que se han destinado casi 20 mil millones de dólares de la reserva para "fortalecer" un peso que padece fiebre de especulación. La ST, que los programas de empleo no han dado resultado. La industria automotriz, que la producción ha bajado 50 por ciento.
Pero esto es pesimismo. Lo importante es asumir con optimismo la realidad y cantar o chiflar bajo la tormenta, justo para que ésta amaine. ¡Únete a los optimistas!, reza el lema de un club de autoayuda contra la depresión. Una medida para salir de la crisis podría ser entonces cambiar de nombre. ¿Qué tal "Estamos Unidos Optimistas" en lugar de Estados Unidos Mexicanos, para una República que busca huir de la depresión económica?
El Gobierno federal transpira desesperación y mal humor. Nada parece salir bien. El plan anticrisis no convence a los empresarios y agentes financieros. La lucha contra el crimen organizado agudiza la espiral de violencia en el país y recibe una cruel recomendación de parte de tres expresidentes latinoamericanos (Zedillo, Gaviria y Cardoso): es más efectivo despenalizar la mariguana que proseguir con "la ineficaz" guerra contra los estupefacientes. Las encuestas sobre preferencias electorales rumbo a los comicios intermedios ubican al partido en el Gobierno, el PAN, en segundo lugar, con perspectivas de bajar aún más a medida que avance la crisis. Por último, el empresario más importante del país, de América Latina y segundo hombre más rico de este mundo globalizado, expone un panorama económico desolador. Prácticamente, Carlos Slim mandó al diablo la estrategia y la política económica del actual Gobierno para sortear la crisis.
Frente a ello, el Gobierno del señor Calderón responde con una estrategia propia de los promotores de "cursos de autoestima" y conferencias de superación personal, que reducen todo al voluntarismo de las personas y hacen abstracción de las estructuras sociales y fuerzas económicas que enmarcan a los individuos.
De acuerdo con esta visión, la crisis económica sería un asunto de percepción, no de realidad. De diagnósticos pesimistas, no de realidades sociales. De profecías autocumplidas, no de verdaderos programas anticíclicos. De agoreros del desastre y enanos de tapanco (López Portillo dixit), no de estadistas y liderazgos sociales. La crisis se reduce así a un estado de ánimo o, mejor dicho, a un ánimo del Estado: catastrofista u optimista, fatalista o positivista, gris o florido, triste o alegre, deprimido o eufórico.
Sin embargo, el catastrofismo no es privativo del señor Slim. Si tuviéramos que ubicar la fuente del pesimismo mexicano, nos llevaríamos la sorpresa de que se encuentra en el INEGI, Banxico, IMSS, la Secretaría del Trabajo (ST) y todas las demás dependencias públicas y privadas que llevan el monitoreo y pulso de la economía mexicana. Por ejemplo, el INEGI nos informa que más de tres millones de profesionistas se han integrado al mercado laboral informal. El IMSS, que más de 500 mil mexicanos han perdido se empleo en tres meses. Banxico, que se han destinado casi 20 mil millones de dólares de la reserva para "fortalecer" un peso que padece fiebre de especulación. La ST, que los programas de empleo no han dado resultado. La industria automotriz, que la producción ha bajado 50 por ciento.
Pero esto es pesimismo. Lo importante es asumir con optimismo la realidad y cantar o chiflar bajo la tormenta, justo para que ésta amaine. ¡Únete a los optimistas!, reza el lema de un club de autoayuda contra la depresión. Una medida para salir de la crisis podría ser entonces cambiar de nombre. ¿Qué tal "Estamos Unidos Optimistas" en lugar de Estados Unidos Mexicanos, para una República que busca huir de la depresión económica?
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