Porfirio Muñoz Ledo
Ceder ante la doctrina de la guerra preventiva y cerrar los ojos frente a la barbarie resulta suicida
Cuando el gobierno dudaba en ratificar la candidatura de México al Consejo de Seguridad hubo opiniones encontradas. Desde la campaña orquestada por antiguos y nuevos conservadores —asustados tanto por los riesgos como por los oropeles— hasta la opinión de quienes estimamos una pifia diplomática la abrupta renuncia a una pretensión de ese calibre.
Calderón decidió finalmente mantener la postura —que tuvo éxito sin mayor dificultad— pensando sobre todo en su propia legitimación internacional. El encanto de jugar en ligas mayores y atraer candilejas que encubriesen los estragos de la política interna. Escenografía de primera a precio aparente de remate.
No se midió sin embargo la gravedad de la situación mundial y la exigencia pública respecto de la actuación de nuestro país en semejante foro. Se olvidó incluso que el gobierno de Fox hubo de oponerse a la invasión de Irak —a contrapelo de su alianza con Bush— por la razón predominante de que las encuestas revelaron una abrumadora mayoría de mexicanos en contra de la agresión.
Ahora hay que aprobar los exámenes. El primero corresponde a la asignatura perpetua de la agenda internacional: el conflicto árabe-israelí, en el que México tiene limpios antecedentes y actuaciones que le valieron indiscutido prestigio. Esta hubiese sido ocasión inmejorable para refrendarlos, con el objetivo de remontar el tobogán de un Estado fallido.
Dos años después de su creación, las Naciones Unidas acordaron —en la resolución 181— “la partición de Palestina en un Estado palestino y en un Estado árabe y colocar la ciudad de Jerusalén bajo un régimen internacional”. Los incidentes y conflictos ocurridos desde entonces —149 según la cronología del Nouvel Observateur— han constituido el mayor desafío a la autoridad de la organización mundial.
En ellos se han reflejado los intereses alternativos de las grandes potencias, tanto como la multiplicación y ascenso de los países en desarrollo. Es el caso con mayor número de violaciones al derecho internacional y la prueba de ácido de la autonomía de los pueblos. A pesar de la resolución 242 del Consejo y de las votaciones abrumadoras de la Asamblea, a Palestina se le ha negado el derecho a ejercer soberanía sobre su propio territorio.
De todas las guerras que han sufrido los palestinos, ésta es la más premeditada y aquella que pretende asentar una hegemonía irreversible. Preparada con varios meses de antelación a pesar de la tregua de junio, fue montada sobre la fragilidad financiera generada por la crisis y calculada para estallar en el interregno político de la sucesión estadounidense.
Contó con la evidente complicidad de un gobierno en agonía y con la sospechosa pasividad del presidente electo. El silencio de éste no se explica por respeto a su antecesor sino por la ventaja de guardarse la última palabra, cuando se hayan desgastado todos los esfuerzos diplomáticos.
Por eso mismo se debió actuar con máxima celeridad, orillando a cada Estado miembro a asumir los costos de sus decisiones. Así lo hicimos durante nuestro desempeño, adelantado y promoviendo proyectos de resolución. Así logramos —el 19 de junio de 1981, cuando ejercíamos la presidencia— la única condena unánime del Consejo a Israel en su historia, incluyendo el voto de Estados Unidos.
La reacción mexicana respecto de esta agresión no pudo ser más inocua y tardía. Involucrados informalmente en los trabajos del Consejo desde diciembre pudimos haber avanzado una posición categórica y buscar alianzas entre los actores europeos, africanos, asiáticos y latinoamericanos. Resucitar un liderazgo por todos reconocido.
El comunicado del 3 de enero es un medroso saludo a la bandera. El del día 6 es un epitafio diplomático. De modo insólito, condena el uso “excesivo” de la fuerza, cuando está proscrita cualquier modalidad de su empleo. Alude al “derecho y la obligación de garantizar la seguridad de sus habitantes”, torturando el texto del artículo 51 sobre legítima defensa, de naturaleza temporal y circunscrita al “ataque armado contra un Estado miembro”.
Qué estreno tan triste: ceder ante la doctrina predilecta de la derecha estadounidense —la guerra preventiva— y cerrar los ojos frente a la barbarie. Para un país vulnerable ello resulta francamente suicida. A quién sirve, cabría preguntarse, ese papel solícito de renegados.
La voz de México —nación como pocas agredida y mutilada— está cargada de historia. Los principios que hemos postulado son nuestro propio escudo. No es por altruismo sino por estrategia vital que los hemos defendido.
Abandonarlos, justo cuando el país se encuentra desgarrado por la violencia, constituye el más ominoso de los desistimientos.
Ceder ante la doctrina de la guerra preventiva y cerrar los ojos frente a la barbarie resulta suicida
Cuando el gobierno dudaba en ratificar la candidatura de México al Consejo de Seguridad hubo opiniones encontradas. Desde la campaña orquestada por antiguos y nuevos conservadores —asustados tanto por los riesgos como por los oropeles— hasta la opinión de quienes estimamos una pifia diplomática la abrupta renuncia a una pretensión de ese calibre.
Calderón decidió finalmente mantener la postura —que tuvo éxito sin mayor dificultad— pensando sobre todo en su propia legitimación internacional. El encanto de jugar en ligas mayores y atraer candilejas que encubriesen los estragos de la política interna. Escenografía de primera a precio aparente de remate.
No se midió sin embargo la gravedad de la situación mundial y la exigencia pública respecto de la actuación de nuestro país en semejante foro. Se olvidó incluso que el gobierno de Fox hubo de oponerse a la invasión de Irak —a contrapelo de su alianza con Bush— por la razón predominante de que las encuestas revelaron una abrumadora mayoría de mexicanos en contra de la agresión.
Ahora hay que aprobar los exámenes. El primero corresponde a la asignatura perpetua de la agenda internacional: el conflicto árabe-israelí, en el que México tiene limpios antecedentes y actuaciones que le valieron indiscutido prestigio. Esta hubiese sido ocasión inmejorable para refrendarlos, con el objetivo de remontar el tobogán de un Estado fallido.
Dos años después de su creación, las Naciones Unidas acordaron —en la resolución 181— “la partición de Palestina en un Estado palestino y en un Estado árabe y colocar la ciudad de Jerusalén bajo un régimen internacional”. Los incidentes y conflictos ocurridos desde entonces —149 según la cronología del Nouvel Observateur— han constituido el mayor desafío a la autoridad de la organización mundial.
En ellos se han reflejado los intereses alternativos de las grandes potencias, tanto como la multiplicación y ascenso de los países en desarrollo. Es el caso con mayor número de violaciones al derecho internacional y la prueba de ácido de la autonomía de los pueblos. A pesar de la resolución 242 del Consejo y de las votaciones abrumadoras de la Asamblea, a Palestina se le ha negado el derecho a ejercer soberanía sobre su propio territorio.
De todas las guerras que han sufrido los palestinos, ésta es la más premeditada y aquella que pretende asentar una hegemonía irreversible. Preparada con varios meses de antelación a pesar de la tregua de junio, fue montada sobre la fragilidad financiera generada por la crisis y calculada para estallar en el interregno político de la sucesión estadounidense.
Contó con la evidente complicidad de un gobierno en agonía y con la sospechosa pasividad del presidente electo. El silencio de éste no se explica por respeto a su antecesor sino por la ventaja de guardarse la última palabra, cuando se hayan desgastado todos los esfuerzos diplomáticos.
Por eso mismo se debió actuar con máxima celeridad, orillando a cada Estado miembro a asumir los costos de sus decisiones. Así lo hicimos durante nuestro desempeño, adelantado y promoviendo proyectos de resolución. Así logramos —el 19 de junio de 1981, cuando ejercíamos la presidencia— la única condena unánime del Consejo a Israel en su historia, incluyendo el voto de Estados Unidos.
La reacción mexicana respecto de esta agresión no pudo ser más inocua y tardía. Involucrados informalmente en los trabajos del Consejo desde diciembre pudimos haber avanzado una posición categórica y buscar alianzas entre los actores europeos, africanos, asiáticos y latinoamericanos. Resucitar un liderazgo por todos reconocido.
El comunicado del 3 de enero es un medroso saludo a la bandera. El del día 6 es un epitafio diplomático. De modo insólito, condena el uso “excesivo” de la fuerza, cuando está proscrita cualquier modalidad de su empleo. Alude al “derecho y la obligación de garantizar la seguridad de sus habitantes”, torturando el texto del artículo 51 sobre legítima defensa, de naturaleza temporal y circunscrita al “ataque armado contra un Estado miembro”.
Qué estreno tan triste: ceder ante la doctrina predilecta de la derecha estadounidense —la guerra preventiva— y cerrar los ojos frente a la barbarie. Para un país vulnerable ello resulta francamente suicida. A quién sirve, cabría preguntarse, ese papel solícito de renegados.
La voz de México —nación como pocas agredida y mutilada— está cargada de historia. Los principios que hemos postulado son nuestro propio escudo. No es por altruismo sino por estrategia vital que los hemos defendido.
Abandonarlos, justo cuando el país se encuentra desgarrado por la violencia, constituye el más ominoso de los desistimientos.
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