PT: la prueba de las urnas

Luis Hernández Navarro

Hace 20 años que se fundó el Partido del Trabajo (PT). Aunque en 1991 fracasó en su primer intento de conservar su registro legal, desde 1994 ha logrado sobrevivir solo o en alianza con otras fuerzas políticas. No es poca cosa. En el camino, otros institutos políticos han reprobado en la prueba de las urnas.

En esas dos décadas su desempeño electoral ha sido bastante pobre. Salvo el municipio de Metepec, en el estado de México, no administra alcaldías de importancia. Nunca ha conquistado una gubernatura y los diputados por mayoría que ha ganado son bastante escasos. Con recursos económicos cuantiosos, representación parlamentaria y acceso a los medios de comunicación, podría haber obtenido mejores resultados.

La votación más alta que ha alcanzado a lo largo de su historia fue en 1994, cuando postuló como su candidata a la Presidencia de la República a Cecilia Soto. Consiguió entonces 2.8 por ciento de los sufragios.

El porcentaje de votos más elevado que se le ha reconocido fue en 2006. Aliado al Partido de la Revolución Democrática (PRD) y a Convergencia, logró 6.5 por ciento. Sin embargo, resulta imposible saber si efectivamente todas esas personas sufragaron por esa opción, puesto que los ciudadanos cruzaron el símbolo de una coalición electoral y no de los partidos que la integraron.

En los comicios de 2006 el PT obtuvo 15 diputados, dos de ellos por mayoría. Casi desde el principio de la legislatura, los guerrerenses Marcos Matías y Félix Castellanos abandonaron sus filas. Más adelante la dirección nacional le prestó al Partido Socialdemócrata dos legisladores para que se integraran a su fracción. Dos más se acaban de ir con el sol azteca. En la Cámara de Senadores, Andrés Manuel López Obrador les ayudó a formar una bancada propia, sumando a su fracción a doña Rosario Ibarra de Piedra y a Ricardo Monreal.

Pero, más allá de la mucha o poca adhesión que, después de cuatro lustros de vida, suscita su propuesta en el terreno electoral, la principal limitación de este partido radica en el abandono práctico –no formal– de su programa de lucha y de sus ideas-fuerzas fundadoras.

El PT se propuso en su nacimiento servir de instrumento político a los movimientos de masas autónomos que no contaban con representación política institucional, al tiempo que promovía la formación del poder popular. No lo ha hecho.

Las poderosas organizaciones sociales que los fundadores del partido habían ayudado a formar desde 1968, y que durante muchos años fueron ejemplos de autogestión y de formación de un poder popular alternativo, se han transformando en movimientos anémicos, pulverizados, dedicados a la gestión, en pelea por cuotas de poder, enganchados al partido y a la dinámica electoral.

El PT se ha convertido en un aparato electoral en manos de un grupo de políticos profesionales provenientes de movimientos sociales. Irónicamente se ha transformado en aquello que sus fundadores siempre criticaron: en una aparato de mediación entre las masas populares y el poder, sin control ciudadano. Es un instrumento clientelar para gestionar demandas sociales, que no estimula la formación de nuevas organizaciones de base ni promueve a las ya existentes, ni politiza a sus integrantes.

El rojinegro funciona como una franquicia que alquila su registro a grupos de activistas locales al margen de consideraciones programáticas. Ofrece candidaturas a cambio de votos, importando muy poco los principios y la congruencia de muchos de los candidatos que postula.

Su funcionamiento como partido es muy deficiente. Su implantación en poco más de la mitad del país es simbólica. En 18 estados su votación no rebasa uno por ciento. En 16 entidades no existen organismos de dirección estatal y la conducción recae sobre delegados nacionales pagados, designados desde el centro al margen de la militancia local. En la mitad de los otros 16 estados donde hay una dirección local, ésta no funciona regularmente.

El instituto político tiene un funcionamiento patrimonial. Alberto Anaya mantiene un control férreo sobre el aparato, las finanzas y las relaciones políticas. Muchas de las posiciones claves, comenzando por el manejo del dinero, están controladas por sus militantes, muchos de ellos provenientes de Monterrey. De allí viene Ricardo Cantú, líder de su bancada entre los diputados. Buen número de delegados nacionales que representan al partido en los estados son parte de esta fracción.

Esa forma de operar se repite en todo el país. Los ejemplos abundan. En Quintana Roo, el delegado nacional es Hernán Villatoro, un maestro que es dirigente campesino, proveniente de la OPEZ de Chiapas, que tuvo que salir de ese estado por conflictos políticos con sus antiguos compañeros. Él es ahora diputado local. Le antecedió su esposa.

Rubén Aguilar, el dirigente de Chihuahua, es diputado federal. Las diputaciones locales obtenidas por el partido en esa entidad se las han repartido alternadamente sus hijos.

El PT recibe por concepto de prerrogativas a nivel nacional 20 millones de pesos mensuales. Cuenta, además, con recursos provenientes de otros estados. En la ciudad de México obtiene un millón 100 mil pesos al mes. Con excepción de Durango, Zacatecas y estado de México, la dirección nacional administra las prerrogativas locales.

Éste es parte del contexto en el que se dio la reciente ruptura en el PT. Al menos dos intentos por evitarla fueron auspiciados por Andrés Manuel López Obrador. Uno se realizó en octubre del año pasado y otro hace apenas unas semanas. En el último participó como mediador Ricardo Monreal. Ambos fracasaron. El grupo de Anaya no ofreció nada significativo a los disidentes.

Muchos de los rasgos descritos sobre este instituto político son comunes a todos los partidos políticos. El PT ha abandonado su proyecto ideológico y sus principios, pero no es el único en haberlo hecho. Ésa es la ruta seguida prácticamente por todos los partidos con registro. El marco legal en el que deben actuar los obliga a comportarse así. Para pasar la prueba de las urnas deben vender su alma al diablo.

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