El aprendiz en Washington

JORGE CARRASCO ARAIZAGA / APRO

Con el pésimo antecedente de haber apoyado al oponente de Barack Obama en la elección presidencial estadounidense, y sin agenda propia, cualquier cosa que diga Felipe Calderón después de su reunión con el presidente electo de Estados Unidos será mera retórica.

Hace años que el gobierno mexicano dejó de ser considerado interlocutor por parte de Washington. Los temas más importantes de la relación bilateral se definen en la Casa Blanca y el Congreso estadounidense: migración, narcotráfico y comercio.

En sus dos años de gobierno, Calderón ha dejado a la inercia el desarrollo de esos temas, sin ninguna iniciativa que siquiera cubra las formas de una diplomacia activa en la relación con Estados Unidos. Y en una marcada diferencia con su antecesor en Los Pinos, ha evitado cualquier propuesta en relación con el tema migratorio.

Ni como candidato ni mucho menos como titular del Ejecutivo ha dicho una sola palabra respecto del ignominioso muro que la administración Bush decidió levantar a lo largo de la frontera.

El muro, de más de mil 700 kilómetros, se levanta con material sobrante de la guerra del Golfo y es construido por las mismas empresas israelíes encargadas de la valla extendida en la frontera de Israel con Palestina, ahora invadida de nueva cuenta por el ejército israelí.

El gobierno estadounidense dejó en claro que levanta el muro con México por razones de seguridad, para evitar la entrada de terroristas. Pero en la práctica ha significado un férreo control contra la inmigración ilegal.

Concentrado en la guerra que le declaró al narcotráfico, Calderón tampoco ha propuesto nada para enfrentar el problema desde una perspectiva bilateral.

Fuera del discurso de la corresponsabilidad en el problema de las drogas, lo único que ha hecho en la relación con Estados Unidos es plegarse al Plan Mérida, diseñado por entero en Estados Unidos.

Las negociaciones en las que participó México fueron sólo para definir cómo se distribuirían los 400 millones de dólares en las distintas dependencias gubernamentales durante el primer año del plan.

Calderón, por cierto, ha tenido que pagar por adelantado esa ayuda, pues ha debido extraditar a decenas de mexicanos acusados en Estados Unidos de narcotráfico. La expulsión ha ocurrido, incluso, sin que hayan terminado en México los procesos penales de los requeridos.

Debido a que el narcotráfico mexicano ha penetrado la frontera estadounidense, el gobierno de Bush diseñó un plan militar para enfrentar la narcoviolencia, según lo dio a conocer la semana pasada el saliente secretario de Seguridad Interior, Michael Chertof.

Cualquier cambio en el Plan Mérida, concebido también durante la actual administración, o en ese plan militar contra la narcoviolencia, vendría en todo caso del gobierno de Barack Obama; aunque de ocurrir sería a mediano plazo.

De Obama también depende una hipotética renegociación del Tratado de Libre Comercio. Durante su campaña presidencial, para ganarse el voto de los sindicatos, ofreció revisar el instrumento que entró en vigor hace 15 y que, según los sindicalistas estadounidenses, les ha significado pérdida de empleos.

Apoyado por el antecesor demócrata de Obama en la Casa Blanca, Bill Clinton, el TLC ha sido el único tema en el que Calderón ha sido claro: no a la renegociación. Es probable que el nuevo presidente estadounidense termine por introducir algunos matices, pero nada que amenace el Tratado. De nuevo, el gobierno de Calderón no tiene nada que hacer.

La reunión de Washington sólo continúa con la tradición protocolar según la cual el presidente electo de Estados Unidos se reúne con el presidente mexicano en turno.
En todo caso, es una ocasión para que Calderón aprenda de política bilateral.

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