Sorteando la crisis

Adán Salgado Andrade

Tiempos difíciles estos que transcurren. Una vez más, el decadente capitalismo salvaje ha puesto en grave peligro las estructuras económicas que rigen este mundo tan materializado. Los bancos están todos quebrados porque quisieron ganar mucho más dinero del que era realmente posible.

Las corporaciones, como las automotrices estadounidenses, igualmente están quebradas, tanto porque quisieron sobreproducir para ganar más, como porque debían de pagarles a los banqueros el capital que les pidieron justamente para aumentar ilógicamente la producción (finalmente no se puede exigir a la sociedad, por muy de consumo que sea, que compre todo lo que los fabricantes produzcan). Los grandes comerciantes (como Wal-mart, por ejemplo), también están siendo afectados debido que ya no venden igual que de costumbre (ver mi artículo por Internet: “El convenenciero capitalismo salvaje)… y por si todo eso fuera poco, incluso los gobiernos, gastándose el dinero del pueblo, están yéndose a la quiebra con tal de “rescatar” a los salvajes, explotadores, inmaduros capitalistas, para que sigan haciendo sus buenos negocios. Nunca, como ahora, es tan válida la afirmación marxista de que el Estado es un simple garante y defensor de los intereses de la clase capitalista, por sobre todos los demás.

Y evidentemente, quien resultará más afectada (y de hecho ya lo está siendo), es la clase trabajadora, a quien el gobierno de ninguna manera está auxiliando, como hace con los corruptos barones del dinero, sino que, al contrario, está presionando aún más a obreros, campesinos, empleados, comerciantes en pequeño… con alzas de alimentos, de servicios, de combustibles, de transportes, de impuestos, despidos… todo ello a la par de mantener deprimidos constantemente los salarios de todos, con tal de que el dinero extra que se obtenga de alzas y de sueldos de hambres, vaya directamente a las arcas de aquellos barones del dinero para que, ellos sí, resuelvan sus problemas y salgan avante.

¿Y cómo se trata de sortear la recesión económica, que ya es mundial, en estos días aquí en México? Bueno, pues los que siguen son algunos ejemplos.

El restaurantero

No, en realidad no llega a restaurante. “La casita del chef” no es más que una pequeña fonda en donde su propietario, Juan, un hombre fornido, moreno, de unos 45 años, sirve almuerzos, comidas corridas, tortas, quesadillas… que él mismo cocina. El local está digamos que aceptable, cuenta con seis mesas y aunque Juan no se pule en la limpieza, por lo menos no se ven cucarachas o hay malos olores. El sazón es bueno, “lo mejor del rumbo”, debido a que Juan lleva ya muchos años cocinando. “Mira, pues ya tengo casi doce años en el negocio”. Platica que antes estaba en otro local, pero que le subieron demasiado la renta y por eso se cambió al sitio en donde actualmente conversamos. Aunque está al borde de una muy transitada avenida, Juan platica que no hay muchos clientes, sobre todo porque aun cuando hay algunos negocios cercanos, por los sueldos tan bajos que prevalecen, no mucha gente puede darse la libertad de pagar los 30 pesos, moderado precio, que cuesta la comida corrida que ofrece Juan, consistente en sopa, arroz, guisado, frijoles y postre. Y ya si el comensal desea huevo o plátano en el arroz, son otros cinco pesos, digamos que un “lujo” que pocos podrían darse. “En serio que muchos traen lo exacto, treinta pesos, y ni propina dejan”, comenta, refiriéndose a que las propinas son el salario extra de su único empleado, Roberto, un hombre de unos 35 años, a quien le paga cien pesos por día. “Lo necesito mucho, de verdad, porque no puedo hacer yo todo solo… cuando he estado solo, hasta se me van los clientes porque tardo en servirles. Pero no le puedo pagar más, en serio… muchos piensan que porque luego están las mesas llenas, no siempre, gano mucho dinero, pero no saben cuántos gastos debo de hacer… nada más de lo que necesito para preparar la comida, fácil me estoy gastando de 300 a 400 pesos diarios… así que échale”, declara, también en tono de queja. Dice que cuando bien le va, vende de 40 a 45 comidas, además de tortas o quesadillas que durante el día le va pidiendo la gente, sobre todo aquélla que no puede pagar una comida corrida y debe de contentarse con una quesadilla de diez pesos o una torta de jamón o de huevo de quince pesos… pues aunque parezca difícil de creer, hay personas cuyos magros ingresos les permiten acceder sólo a esas alternativas o, de plano, a llevar de sus hogares sus alimentos. “Más o menos vengo sacando 1200, 1400 pesos por día… pero de allí, como te digo, pago lo que necesito, que la carne, las verduras, el pollo… le pago al mesero, pago la renta, la luz, el gas… fíjate, de puro gas, me gasto un tanque de 20 kilos a la semana, son 210 pesos. Pero cuando hace frío, nada más me dura cinco días, imagínate. Y el agua de garrafón con la que preparo el agua de sabor… de esa me gasto dos garrafones por día, 44 pesos, De luz pago 300 pesos por bimestre… en serio que no está fácil la cosa”. Por el local paga 3200 pesos mensuales y ya está también advertido por el dueño que le subirá 200 pesos el año entrante. Así que, estima Juan, le quedan unos 500, 600 pesos libres por día y de eso todavía debe de pagar impuestos (230 pesos, como “cuota fija”, pues se le considera pequeño contribuyente), además de los 300 pesos que le cobra el contador por hacerle la declaración mensual. “¡Pero es un abuso eso… ahorita ya hasta voy atrasado, a ver si no me cobran multa, pero es que el gobierno no ve todo lo que te debes de fregar para medio irla llevando!”, reclama. Lo que le sobra es el dinero que requiere para mantener a su familia actual: su segunda esposa y los cuatro hijos que tiene con ella, el mayor, un niño de diez años y la menor, una nena de apenas dos años de edad. “Los hijos de mi primera esposa, pues ya están grandes, tienen 26 y 24 años, así que ya ni me preocupo de ellos, pero a veces les doy algo de dinero, sobre todo en su cumpleaños. Pero con mis hijos de mi segunda esposa, me las veo negras, imagínate, todos chicos, apenas voy empezando, como quien dice”. Su esposa es ama de casa y tienen la suerte de vivir en la casa de los padres de ella. “Sí, mis suegros nos dejaron hacernos un departamentito arriba de su casa… es lo bueno, que no pago renta… no, si tuviera que pagar dos rentas, la verdad que no la haría… de veras que está bien difícil. Luego me dice mi empleado que le suba el sueldo, pero le digo que no la muele, que no le puedo dar más, que vea cuánto me gasto”. Dice que un día le dijo a Roberto que si quería fuera a ver si se conseguía un trabajo mejor. El hombre fue a Wal-mart (esas cadenas de tiendas norteamericanas, famosas por los sueldos de hambre y la sobreexplotación a la que someten a sus empleados) y le dijeron que sí había trabajo como acomodador de mercancía, con un salario de 500 pesos semanales, o sea, ni 72 pesos diarios, menos de los cien pesos que le da Juan, además de que por propinas, Roberto se gana otros 50, 60 pesos diarios. Ante eso, mejor decidió seguir con Juan. “Yo por eso, cuando Roberto se va a entregar comidas, le digo a la gente que le dé su propinita, porque luego le dan exacto y pues no se vale, porque él tiene que irse hasta donde están a dejarles la comida y luego ir por los trastes… pero eso la gente no lo ve”. Sí, y si de esas propinas Roberto saca casi la mitad aparte de los cien pesos que Juan le da, se comprende por qué son tan importantes las propinas para él. “A mi esposa le doy mil pesos a la semana para su gasto y échale todos los gastos de los niños, que la escuela, que la ropa, que los pañales de la nena, que se me enferman… apenas si la libro con lo que gano aquí. Antes de verdad que hasta buena vida me daba, me iba de vacaciones seguido, iba a comer a buenos restaurantes, iba a bares… ahora no, llego a mi casa y me la paso viendo la televisión”. Dice que procura comprar todas las verduras que necesita en un tianguis cercano a su casa, la que está ubicada en ciudad Netzahualcoyotl, uno de los municipios mexiquenses más densamente poblados, con un marcado índice de pobreza, altos niveles de delincuencia y creciente conflictividad social, conurbado ya con la ciudad de México. “Me gasto como 400 pesos para toda la semana”, agrega. El pollo y la carne los compra en establecimientos en que, por conocido, le dan precios un poco más bajos.

Explica Juan que la mayor parte de sus comensales son fijos, así que por lo menos tiene aseguradas ventas mínimas con ellos. “Mira, pues casi todos mis clientes son fijos, vienen todos los días… de repente uno que otro diferente llega… y pues debes de cuidarlos. No les puedo subir mucho la comida, por ejemplo, porque si lo hago, protestan y ya no vienen… hace poco daba la comida a 29 pesos… y le subí un peso, ya la doy a treinta, pero hubieras visto que luego luego me reclamaron, que por qué, que a ellos no les suben el sueldo… como te digo, no se ponen a ver que todo está subiendo… el arroz ya me sale en trece, catorce pesos el kilo, y me llevo dos kilos y medio, tres… la carne, la verdura… las tortillas, ya ves cuánto ha subido el kilo”, se queja. Aclara que antes, hace doce años que comenzó, se gastaba para toda la semana 1000 pesos de alimentos y que le iba muy bien. “No, si entonces, sí me vendía cien o más comidas al día… a las tres de la tarde, en serio, ya no tenía nada… ahora, son las seis, las siete, y todavía puedes encontrar comida o tortas”. Cuenta que antes de dedicarse a lo de las comidas era mesero. “Sí, hasta de mesero antes te iba muy bien. Yo trabajaba en un local que estaba en la calle de Ayuntamiento y Bucareli, que era un restaurante en donde tocaban grupos cubanos o tropicales. Le decían ‘papá Jesús’. Y en ese entonces, te estoy hablando de hace 14, 15 años, me ganaba hasta 250 pesos diarios, entre sueldo y propinas… ¡no… ése sí que era mucho dinero, en serio!”. A pesar de todo, Juan se ve contento. “Me gusta mucho cocinar y más cuando la gente te dice que está buena la comida… pues más gusto te da”. Cuestionado sobre si considera que seguirá en ese negocio mucho tiempo, contesta que eso depende del dueño del local, pues “estás al capricho del dueño… a lo mejor un día ya te pide el local porque piensa que te va muy bien y él quiere poner también una fonda… o de plano te sube mucho la renta y ya no puedes pagarla… aquí ya llevo dos años y pues hasta ahorita no he tenido problemas… a ver si no pasa otra cosa, porque mientras el local no sea tuyo, no estás seguro”, concluye. Le agradezco la entrevista y la sabrosa comida que ingerí. Sí, pienso, es el problema de estar a merced de la caprichosa naturaleza humana.

El mecánico

Como muchos otros, Martín es el típico mecánico de banqueta, de aquéllos cuyo “taller” es un local al borde de la carpeta pedestre. Ubicado sobre la conflictiva avenida Ignacio Zaragoza, ahora se le complica más a Martín, de mediana estatura, de unos 36 años, ejercer su oficio debido a que el al “diligente” gobierno de la ciudad de México se le ocurrió, casi a finales de año, cuando la actividad popular y comercial suele incrementarse, arreglar las banquetas, así que el lugar parece una verdadera zona de guerra, toda bombardeada y hecha pedazos de concreto diseminados aquí y allá, revueltos con tierra y arena sueltas y raíces de los pobres árboles que allí existen (muchos de los cuales seguramente morirán al ser expuestas tales raíces)… ¡un verdadero caos vial y peatonal! El gesto de Martín es de enojo cuando le pregunto cómo le afectan esas inseguras y mal planeadas obras. “¡No, pues fíjate que les tuve que decir a esos cuates que me quitaran todo el cascajo de enfrente, que porque si no, no iba a poder trabajar!”, cuenta que protestó, y con toda razón, pues unos mal encarados tipos que se dicen trabajar para “servicios públicos” – una obscura denominación de la burocracia citadina, cuya finalidad es, supuestamente, coordinar y/o prohibir todas aquellas actividades que tengan lugar en la así llamada vía pública –, pasan por su “mordida” semanal, cien pesos, para “permitirle” a Martín trabajar en la calle – lo que, por reglamento, está prohibido – y que no tenga “problemas” con la autoridad. “¡Les dije que yo les pagaba a esos cuates para que me dejen chambear y que así no iba a poder trabajar ni a pagarles!”, exigió. Y ya fue que los albañiles le despejaron algo el lugar. Al otro día, un trascabo fue a recoger el cascajo y libró el frente del “taller”, pero las banquetas siguen sin hacerse y todo es un polvaredón que le sigue dificultando sus tareas a Martín (por cierto que en una muestra de mal planeadora, negligente prepotencia de la perredista delegación Venustiano Carranza, en donde había banquetas, aún en buen estado, actualmente sólo hay montones de tierra suelta – que están ocasionando enfermedades respiratorias –, cascajo y peligrosas zanjas, las que ya han provocado un sinfín de accidentes, como el de una chica que cayó en una y se rompió un brazo. La compañía constructora dice que las autoridades de la delegación salieron de vacaciones y no le pagaron, así que no tiene presupuesto para seguir con la obra, ni para pagar a sus trabajadores. Todo porque en sus prisas por gastarse el presupuesto del 2008 dichas autoridades autorizaron, irresponsablemente, obras que no están ni a medias y que constituyen un serio riesgo de salud y seguridad peatonal y vial). Un improvisado atril metálico muestra botes vacíos de lubricantes, así como un letrero de “Mecánico: ajuste de frenos $20 pesos”. “Antes, cobraba 10 pesos, pero todo está subiendo, en serio, ya no me salía. Yo empecé haciendo cambios de aceite, pero le ganas muy poco, dos, tres pesos por litro… o cuatro, al que más le ganas, no es negocio, pero debo de tenerlo, para que atraigas a los clientes, si no, ni se paran”. Por ello mismo, en los cinco años que lleva allí, ha diversificado sus actividades. Cambia el “clutch”, juntas, repara cajas, cambia balatas y tambores de frenos, revisa suspensión… todo cuanto pueda hacer entre las nueve de la mañana, que abre, y las ocho de la noche, que se supone que cierra. “Aunque a veces me dan aquí las once, doce de la noche, arreglando un carro”. Y es así porque no tiene dónde guardar los autos que repara. “No los puedo dejar en la calle, no, cómo crees, no se podría, se los robarían o no sé”. Y sólo si es una reparación que lleve días, Martín queda de acuerdo con el dueño en desarmar el auto frente a su taller y guardarlo en la casa de aquél. Dice que ahora que está tan mal la cosa, a veces 60, 70 pesos obtiene en todo el día. “Mira, gracias a Dios, nunca me voy sin nada, pero por lo menos, para que me salga, me debo de sacar unos 300 o 400 pesos por día… y luego pasan varios días en que nada más me voy con 70, 100 pesos… aunque luego ya me repongo y tengo un día bueno, cuando cambio clutchs o frenos, y ya me quedan 1000 pesos… y ya con eso, pues compenso los días flojos”. Pero no es fácil su trabajo, pues además de lidiar con la grasa y la suciedad de los motores y las piezas mecánicas, Martín también debe de vérselas con sus clientes, la mayoría de los cuales son taxistas, peseros o microbuseros. “En serio que esos cuates son redifíciles, casi quieren regaladas las reparaciones y luego ni te pagan”. Platica que muchos, a pesar de haber convenido el costo de la reparación desde el principio, al final, le salen con que sólo tienen tanto y que no le pueden pagar todo o, de plano, que no tienen dinero. “¿Y qué haces?”, pregunto, perplejo. “Ah… pues les busco a ver qué traen, que herramientas, que celulares, que gatos, que relojes… y me quedo con eso y no se los devuelvo hasta que me paguen… ¿¡pero me creerás que la mayoría me dejan aquí sus chácharas… se hacen güeyes y no vuelven a pasar!?… y a’i me tienes, vendiendo todas esas mugres”. Increíble, razono, que, por lo que me cuenta, esas personas prefieran dejar por deudas de 50, 100 pesos, objetos que valen tres, cuatro veces más. Me pregunto si será a causa de la crisis económica o de una creciente indolencia social que se está provocando entre la gente una especie de apática indiferencia que, incluso, los hace desinteresarse hasta en los objetos materiales de los que se valen para sus labores. “Por ejemplo, un cuate de un microbús, una vez vino para que le cambiara la banda. Le dije que le iba a cobrar 50 pesos y aceptó. Y ya luego llegó y el muy cínico, a la hora de pagar, me dijo que se había echado una torta y un refresco y que ya no tenía dinero… ¿¡cómo ves!?... y que como no tenía nada, que me cobro a lo chino y que le quito un espejo… y nunca regresó… mejor vendí esa madre en cien pesos. Otro día, a otro tipo de un microbús, le cambié un balero… a mí ya me daba flojera, pues era sábado, bien tarde, y lloviendo, pero como me insistió tanto, le dije que le iba a cobrar 500 pesos, a ver si se iba. Pero me dijo que sí y se fue a comprar el balero. Luego, me dejó arreglando el camión. Y ya al rato que regresa, cuando había terminado, y que me dice que ni me había tardado, que había estado refácil… y al cobrarle, que me dice que nada más tenía 200 pesos. No, pues que me encabrono, y que me dice que no tenía nada, que le buscara, pero que le busco y que le encuentro su caja de herramientas y su gato y que me los quedo. Y ya me dijo que le había cobrado muy caro y la manga, pero yo le contesté que habíamos quedado en ese precio, que para qué había aceptado. Y no, que lo iba a dejar sin herramientas, que qué tal si se le descomponía el camión… pero no le regresé nada. Le dije que no había problema, que lo esperaba al otro día con los 300 pesos que me había quedado a deber… ¿¡y me creerás que tampoco volvió a pasar ese cabrón!? ¡En serio que sus herramientas y su gato valían como mil pesos, pero se hizo güey y nada, no volvió a pasar!”. Como dije arriba, crisis, indolencia o una combinación de ambas, quizá provoquen ese tipo de comportamiento tan dejado, tan “me vale madres perder las herramientas”. Pero también, el que se rehúsen a pagarle a Martín por sus servicios, me hace reflexionar que tal vez dicha combinación – crisis e indolencia, agregando, además, un pernicioso materialismo y un deplorable individualismo de “sálvese quien pueda”, el cual nos está deshumanizando cada día más y más – esté generando una inconciente prepotencia social, la que lleva a ese tipo de comportamientos, con tal de violar las normas legales o sociales establecidas. Si, la intención “me voy a fregar a este cuate y no le voy a pagar”, sería algo como el equivalente a pasarse un alto, insultar a un policía, tirar basura en la vía pública, no dar el cambio completo, no despachar los kilogramos correctos de producto, robar en el trabajo… así. La crisis, pues, está acentuando más profundamente el coraje y las frustraciones sociales que harán reclamar a casi todos “¡tanto que me friego, no me he hecho rico y ni comer y ni vivir bien puedo!”. Y por ello, la primera oportunidad que haya para desquitarse, será aprovechada. Esta deleznable conducta, por supuesto, se dará menos entre la gente cuyos esenciales valores humanos son la solidaridad, la compasión, la sensibilidad ante el dolor ajeno… en fin, todos aquellos valores que nada tienen que ver con el creciente materialismo e individualismo. Pero esta clase de personas cada vez es menor. En general, lo que prevalecen son los egoísmos fútiles y la ley de la selva de “sálvese quien pueda”.

Martín me sigue platicando sus problemas. Dice que por el local paga $3000 pesos mensuales, que por la luz, absurdo, paga $1500 pesos bimestrales, “¡oye, pero esos cuates de la luz se pasan, porque yo nada más tengo dos lámparas y ya, ni tele, ni nada, dicen que porque como es comercial, por eso pago todo eso!”. Seguramente si su contrato fuera doméstico, no pagaría más de 150 pesos cada dos meses. Pero así son las consideraciones de los agobiantes pagos por servicios, injustos muchos de ellos, que imperan en esta ciudad. “El agua la paga el dueño”, dice, aclarando que aquél desembolsa 900 pesos, también bimestrales, “pero es mucho, fíjate, yo nada más me lavo las manos y lo del excusado, ni me baño aquí, ni nada… es un robo también eso”. Sí, porque el agua la considera también el burocratismo citadino “comercial”, “agua para lucro”, y por eso igualmente se paga muy cara. Por lo que nos dice, si Martín pagara sólo por el agua que realmente gasta, no montaría la cuenta a más de 100 pesos cada dos meses. Además, el dueño también debe de pagar otros 200 pesos mensuales por el “uso de la bomba del agua”, ya que como el local es parte de un conjunto de condominios, la administradora así lo ha establecido. “Yo también le he reclamado a esa señora que yo casi ni uso el agua, que por qué cobra tanto, pero dice que ni modo, que por el régimen de condominios así debe de ser… imagínate, a todos los inquilinos les cobra eso…¡cuánto dinero se ha de sacar al mes!”. Y si ya tantos gastos resultan onerosos, todavía debe de pagar Martín impuestos. Para no tener tantas complicaciones, está en el régimen de “pequeño contribuyente”, cuya única ventaja es que se le aplica una cuota fija de 230 pesos mensuales. “Pero yo no puedo dar factura si me la piden”, aclara, así que algunos clientes, incapaz de darles Martín una comprobación de los gastos hechos por reparaciones, no pueden aceptar su trabajo. “Aunque, como te digo, casi todos mis clientes son taxistas o peseros, que tampoco necesitan facturas”. Dice que de todos modos es un problema lo del pago de impuestos, pues los contadores abusan por su labor contable, cobrándole ¡350 pesos por la declaración mensual! Eso es más de lo que Martín paga por la cuota fija. “No, si ya mejor voy a ir a un curso al SAT (el organismo tributario encargado de cobrar los impuestos) para aprender a hacer eso y quitarme de ese gasto, es mucho”. Y apenas si sale con los gastos. “Mira, ahorita, libres de todos los gastos, me quedan como 700 pesos a la semana… ¿a ver, dime, qué se puede hacer con eso?, nada, en serio”, exclama, molesto. Tiene la ventaja de que vive en la casa de sus padres, con su mujer y sus dos hijos, uno de 9 y otro de 13 años, así que no paga renta. Tampoco paga empleados, pues su mujer, además de abnegada ama de casa y madre, es diligente “chalana de mecánico”. “No, vieras cómo me ayuda mi mujer, que saca el aceite, que desarma una pieza, que me va a comprar refacciones…”, dice Martín. Aunado a todos sus problemas, tiene ahora la carga de que el dueño del local le quiere aumentar 400 pesos para el año entrante. “¡No, si ya le dije que eso no, que ni crea que la chamba es fácil… cree que porque a veces me ve aquí con dos, tres carros, me hincho de dinero, pero no, no ve lo de los impuestos, lo de la luz, lo de las mordidas, lo de que no me quieren pagar… no, en serio que está cabrón… y ya ves que dicen que para el año que entra va a estar peor!”, exclama Martín, entre molesto y resignado. “¿Y no piensas cambiar de giro?”, pregunto. “Pues no… porque eso de irte a trabajar a una fábrica a que te paguen 70, 80 pesos diarios… no sale, la verdad… no la haría”. Aclara que estudió la carrera de economía en la UNAM, pero que no terminó porque se casó y tuvo que enfrentar los gastos de su mujer, embarazada ya. “No… yo voy a seguir aquí de mecánico… es lo que sé hacer, es lo que me gusta y… pues así me gano la vida… ¿me entiendes?”

El talachero

Pedro acaba de cambiarse de local, pues en el anterior le habían subido la renta demasiado. En el que ahora trabaja paga 1800 pesos. Su ventaja es que está muy cerca de su anterior ubicación, así que sus clientes y quienes soliciten de sus servicios de reparación de llantas, no tienen problema para dar con él. Su negocio no tiene nombre. Sólo un tripié metálico que indica “Talachas” es suficiente para que los conductores con problemas en sus neumáticos se orillen y “accedan” a su taller, igualmente situado en la calle, como el del mecánico que arriba refiero. “Por revisar la llanta cobro diez pesos y ya si hay que parcharla, pues son treinta pesos, llanta chica, o sesenta pesos, llanta de camión”. Su trabajo es pesado, pues, por ejemplo, para que se gane diez pesos, Pedro debe de aflojar los birlos, subir el auto con el gato, sacar la llanta y revisarla sumergiéndola en un depósito de agua, en donde si hay alguna fuga, es denunciada por el burbujeo que el aire escapándose producirá entre el líquido. Es más duro el trabajo cuando se trata de camiones, pues las llantas son más pesadas y más difíciles de maniobrar. Por las mañanas le ayuda su padre, un hombre de unos 70 años, quien a pesar de su avanzada edad, debe de seguir trabajando allí, porque comenta que, como trabaja por su cuenta, cuando ya no pueda hacerlo, pues no podrá mantenerse. “¿Y sus hijos, no lo ayudan?”, pregunto. “Ay, señor… pus ellos tienen sus familias, sus hijos… ni modo que a estas alturas también me estén manteniendo”, contesta, resignado. No me parece apropiada su respuesta, pues de vivir en un sistema social justo, así como los padres nunca dejan de ver por sus hijos, éstos deberían de ver siempre por el bienestar de sus progenitores, sobre todo cuando éstos pasan a la tercera edad y son incapaces, muchas veces, de mantenerse por sí mismos. Pero más bien parece que nos conducimos por la ley de la jungla, según la cual los miembros más viejos y débiles de una especie simplemente son abandonados para que mueran. ¡Vaya mundo en el que coexistimos! Pedro sólo sonríe ante el comentario de su padre. “Yo le digo a mi papá que ya no trabaje, que frijoles no le han de faltar… pero él quiere seguir aquí, chambiando”. Dice que paga 600 pesos de luz cada dos meses, además del material que debe de comprar para hacer sus reparaciones, como pegamento, parches, cámaras. Y, como todos, igualmente debe de pagar impuestos cada mes. También está en el régimen de pequeño contribuyente, pagando 230 pesos mensuales, más el contador, el que le cobra 300 pesos. “¡Pinche gobierno, no se pone a pensar todos los gastos que tenemos… y el contador aparte, pero es que la neta soy muy malo para los números, por eso tengo que pagarlo también, pero es otro gasto. Dice que procura llevar siempre su comida, pues no le saldría comer diario por allí, pues mínimo se gastaría 40, 50 pesos por día. “Y ahorita está reflojo esto, en serio, luego me caen 60, 70 pesos nada más. Y ya en días buenos, que una talacha pa’ un camión o dos, ya me gano 200, 250 pesos… pero eso es raro”. Dice que seguirá en eso de la reparación de llantas hasta que pueda. “No, es que irse a trabajar de otra cosa, pues no… yo ya me acostumbré a que llego cuando quiero, nadie me manda… y pus es lo que sé hacer… pero en serio que está reduro… ¡y dicen que se va a poner peor!”

El aguador

Ignacio tiene 75 años de edad, pero a pesar de eso, el hombre está delgado, muy fuerte, correoso y con la suficiente constitución física como para seguir cargando los pesados garrafones de agua y llevarlos a donde la gente le indique. Su arrugado, muy quemado rostro, denota toda una vida de trabajo y penurias que un empleo que apenas si le permite sobrevivir, sobre todo ahora, le ha provocado. Se gana siete pesos por garrafón, cantidad no sencilla de obtener, pues debe de acudir al depósito por los envases, algunos plásticos, otros, de vidrio, cargarlos en una especie de diablito adaptado con seis celdas para seis garrafones, ir pregonando calle por calle “¡Aguaaaa!” y quizá subir muchas escaleras cuando los hogares que le piden su líquida mercancía están en pisos superiores. Platica que es de Ixmiquilpan, Hidalgo, que por allá tiene unas “tierritas” que ya ni siembra porque no costea ya hacerlo. “No, pus le mete usted más de lo que le gana a la sembrada”, afirma. Dice que desde los treinta años se ha dedicado a vender garrafones de agua purificada, que antes le compraban 80, 100 garrafones por día, especialmente en los meses calurosos. Pero ahora, con tanta competencia (hay muchas marcas de agua purificada), menos gente que consume agua de garrafón (pues prefiere hervir agua de la llave) y el precio del agua purificada muy alto, sus ventas han disminuido bastante. “Y pus hora, con los fríos, menos vendo… ocho, nueve garrafones diarios… y ya, en sábados o domingos, pus me vendo 15, veinte garrafones… a’i, nomás, pa’ irla pasando”, comenta. Así que su salario está en el rango de los 55 y 65 pesos por día o 130, cuando bien le va. A pesar de la precariedad de su labor, Ignacio se ve contento y platica acomedidamente sobre lo que hace. Dice que vive en Azcapotzalco, en una modesta vivienda que rentaba y que logró comprar hace como treinta años, con sus ahorros de aquellos días, cuando le iba bien y vendía muchos garrafones. “No, pus bien baratita la compré… como 3000 pesos en ese entonces pagué por ella”. La zona donde vive es popular, a las afueras de la ciudad (cuando compró su casa, la zona todavía era más pobre, sin servicios, calles sin pavimentar, por eso fue que le dejaron tan barata la casa). Dice que gracias a López Obrador, fue que pudo regularizar su propiedad y sacar sus escrituras. Y también por su avanzada edad, fue que aquél le concedió una pensión monetaria. “¡Uuuyy… pero de todos modos ni le alcanza a uno… ni pa’ comer bien alcanza!”, exclama, aclarando que vive sólo con su mujer, con la que tuvo cuatro hijos, dos mujeres y dos hombres. “Pero ya todos están grandes… ya ellos se mantienen solos”, dice, en justificativo tono. Como no es un trabajo realmente formal, no tiene un sueldo fijo, pues sólo recibe comisión por los garrafones que venda (si no vende o no trabaja, no percibe salario). Tampoco tiene derecho a pensión, ni al seguro social, ni a servicios médicos públicos, ni a ningún tipo de prestación laboral, a pesar de su avanzada edad… su única ventaja es que no paga impuestos (sería demasiado que lo hiciera, considero). “Y pus a’i le seguimos… a ver hasta cuándo Dios quiere”. Sí, valga esa religiosa encomienda para que Ignacio todavía pueda vivir trabajando muchos años, pienso.

La locataria

Sara tiene 32 años, estudió la carrera de matemáticas en la UNAM, la que terminó hace ocho años, pero aún no ha podido titularse. “Es que desde que salí de la escuela, me puse a trabajar y la verdad no he tenido tiempo de hacer mi tesis”, se justifica. Estuvo trabajando en la Universidad Pedagógica, en el departamento de informática por algunos años, hasta que llegaron nuevas autoridades y removieron a todo el personal. Luego se dedicó a dar algunas clases de matemáticas en la facultad de ciencias exactas de la UNAM, pero tuvo algunos problemas con su jefe inmediato, así que también dejó eso. Hace unos meses logró conseguir trabajo en una empresa que supuestamente se dedica a la localización espacial y ubicación de barcos, para que puedan ser hallados en caso de naufragio o secuestro. Allí estuvo cuatro meses. Le encomendaron que desarrollara un programa para facilitar la ubicación que realizan los aparatos que la empresa usa, pero cuando lo terminó, le dijeron que ya no tenían trabajo. La liquidaron, dándole un mes de salario y su parte correspondiente de aguinaldo, todo lo cual montó alrededor de diez mil pesos, que se le fueron en un santiamén. “Te acostumbras a gastarte el sueldo casi luego luego”, dice. Y desde entonces, no ha podido conseguirse otro empleo. Pero para su, digamos, fortuna, tiene una forma alternativa de percibir modestos ingresos. La casa en donde vive, que comparte sólo con su madre, ubicada por el rumbo de Ecatepec (popular zona al nororiente de la ciudad de México), es de dos plantas. En la baja, hay tres locales que Sara renta desde hace años. “Sí, desde que mi papá construyó la casa, pensó en hacer locales para renta, y la verdad que sí te ayudan”, comenta. Son tres. Uno lo tiene rentado a unos tapiceros, otro es una tienda y uno más es de reparación de llantas. Por los dos primeros cobra 2500 pesos por cada uno y dos mil por el tercero, así que percibe 7000 pesos al mes. “Pero, fíjate, de eso yo debo de pagar agua, gastos de mi casa, la comida para mi madre y yo… y ahorita que no tengo empleo, ese es mi único ingreso, y la verdad que no me alcanza, ya estoy bien endrogada de tanto que he pedido prestado a mis amigos”. Por si fueran pocos sus problemas, Sara debe de pagar impuestos, pues tiene debidamente registrados los locales ante la Secretaría de Hacienda. “Es que si no lo haces así, además de que te pueden caer los inspectores por estar rentando de ilegal, y puedes hasta pagar más por mordidas, es mucho más difícil que saques a tus inquilinos cuando ya no te puedan pagar la renta o cuando ya no los quieras por problemas. Así, yo les hago un contrato anual y no hay forma de que hagan antigüedad o se quieran pasar de listos”. Sin embargo, el estar legalizada tiene sus fuertes complicaciones. Una de ellas es que Sara está considerada en Hacienda en el régimen de “empresaria”. “¡Imagínate, ya hasta me creo Carlos Slim!”, bromea, aclarando que casi está al nivel del hombre más rico de México. Por lo mismo, su contabilidad es sumamente complicada, la que, para su fortuna, aprendió desde hace algunos años a llevar por su cuenta. Pero si se atrasa, de inmediato la multan con 1500 pesos, más lo que de todos modos deba de pagar por los impuestos. “¡No podría pagar los 600 pesos que me cobraría un contador abusivo, no, por eso, aunque me lleva mucho tiempo, prefiero hacer yo sola mi contabilidad!”, exclama. Además, ahora que se incorporó un nuevo, más oneroso impuesto (el famoso IETU, con el que los mal administradores panistas han pretendido lograr una “equidad” impositiva, pero que lo único que ha provocado es mayores trámites burocráticos y una injustificada elevación de impuestos sobre todo para los sectores más bajos de la población. Muchos de los pequeños y medianos contribuyentes, como Sara, han buscado ampararse ante tan injusto, complicado, castigador impuesto), Sara dice que debe de pagar más. “Mira, yo antes, por año, cuando hacía mi declaración, debía de pagar unos cinco mil pesos, cuando mucho, aparte de lo que pago por mes, que era lo del impuesto sobre la renta. Ahora son entre quince y veinte mil pesos lo que voy a tener que pagar y aparte lo que pagues por mes, porque ahora ya es el impuesto sobre la renta, más el IETU, ¡pero ganando lo mismo, porque mis rentas no he podido subirlas porque se me van los inquilinos! Esas son fregaderas del gobierno”, protesta, muy molesta. Y como están las cosas, dice que no ve por dónde pueda hallar una alternativa económica. Para su desgracia, se le acaban de ir los tapiceros, así que es una renta menos. Y lo que hizo, como el local era muy grande, fue dividirlo en dos, para que así sean cuatro los locales que alquile y pueda ganarse otros 2500, 3000 pesos con la renta extra. “¡Uy, pero me está saliendo muy caro, de verdad, ya me endrogué por aquí y por allá… llevo gastados como 15,000 pesos y no acabo, porque construí una pared y un baño nuevo y remocé los dos locales, los dejé bonitos, para que le gusten a la gente y los rente… ni modo, es un riesgo que estoy corriendo, pero, dime, ¿¡qué otra cosa voy a hacer si no encuentro trabajo!?”. Sí, es cierto lo que dice. Es muy triste que una mujer con preparación, así como ella – y muchos otros, en consecuencia –, tenga un futuro laboral y económico tan incierto.

El ingeniero

José egresó hace más de quince años de la UNAM, de la carrera de ingeniería civil. Sus compromisos laborales de ese entonces, le impidieron titularse, aunque afirma que nunca se ocupó de hacerlo porque siempre tuvo muy buenos empleos, a pesar de no contar con el título. “En realidad no te hace mucha falta, sobre todo si te sabes colocar, pero más bien yo creo que es un pretexto para no contratarte o pagarte menos. Y de todos modos, si eres titulado, te dicen que no tienes experiencia y si tienes experiencia y no eres titulado, es lo mismo. Y si tienes experiencia y estás titulado, pues ya tampoco es garantía de que consigas trabajo”. Justamente en estos días José, a sus 47 años, está sufriendo la escasez de trabajo, y no porque no esté titulado, sino porque, sencillamente, no hay empleo. “No es porque no esté titulado, la verdad. Yo ya tengo mucha experiencia por todos los años que llevo trabajando en la construcción. Yo te puedo supervisar una obra completita, te puedo hacer el diseño, la ruta crítica, cuánto te va a costar, los materiales que vas a necesitar, te manejo programas de diseño… y todo eso, pero es que las constructoras prefieren contratar a chavos recién egresados, para pagarles poco, porque de todos modos, con eso de las computadoras, ahora ya se pueden hacer más fácilmente muchos cálculos. Tomas el archicad (programa de diseño constructivo por computadora), por ejemplo, y te hace el diseño completito de una casa, con vista arquitectónica en tres dimensiones y todo”. Comenta que hasta hace un par de años le iba muy bien, tenía un sueldo de 17 mil pesos mensuales y podía darse algunos lujos, como comer en buenos lugares, comprarse buena ropa, darle buen dinero para el gasto a su madre, con quien vive, llevar a la que era su novia a pasear a distintos lugares. “Pero desde que me quedé sin trabajo, hasta sin novia me quedé”, bromea, aunque considera que debe de haber influido el hecho de que, desde hace medio año que se quedó sin empleo, ya no podía invitarla ni al cine. “Yo creo que se aburrió”. Su último trabajo fue en el estado de Querétaro, en un municipio llamado Juriquillas. Allí, un grupo inmobiliario pretendió erigir un fraccionamiento de lujo, para muy acomodadas personas. Cada departamento costaría dos millones de pesos. Pero, al parecer, la crisis hipotecaria de Estados Unidos – una de las causas principales de la actual debacle económica mundial –, también alcanzó a esos empresarios y el proyecto se vino abajo. “Lo peor es que ya hasta habían vendido algunos… supongo que tendrían que regresarle su dinero a la gente que compró, pero no creo, pues el dinero se iba usando para construir”, dice José. A él, le estaba yendo bien, refiere, pues además de los 17 mil pesos mensuales, le daban viáticos cuando debía de venir al Distrito Federal. Hasta un auto pensaba adquirir debido a los constantes viajes que tenía que hacer a Querétaro para distintos trámites burocráticos. Pero un día le dijeron que el proyecto se suspendía. Le pagaron un mes de salario y ya… desde entonces, José no ha podido encontrar empleo, a pesar de que ha llenado solicitudes y dejado currículos en varias empresas y despachos relacionados con la ingeniería civil y a pesar de que aparentemente en la ciudad de México hay varias obras en construcción, como puentes, línea doce del metro, asfaltado con concreto hidráulico… y otras más. “Lo que pasa es que esas empresas ya tienen todo acaparado y los cálculos estructurales, como te digo, ya son por computadora, basados en estructuras tipo, entonces el trabajo del estructurista cada vez es menos demandado”, explica. Su situación es tan difícil, que todos sus ahorros ya se le fueron en sostenerse estos meses que no ha tenido empleo. Debe ya dos meses de renta y es gracias a la pensión que su madre recibe por pertenecer a la tercera edad y a los préstamos de amigos y de un hermano, que aún puede sobrevivir. “Pero no puedo seguir así… se me acumulan las deudas y tampoco puedo estar pidiendo prestado, además de que si no pago, pues menos me van a prestar”. Le pregunto que si estuviera titulado le ayudaría en algo. “No, eso ya no te sirve de nada… ¿para qué?... gastaría dinero que ni tengo… no… sólo me queda esperar, a ver si me resuelven en algún lado”. “¿Y si no?”, pregunto. José se queda reflexionando por unos segundos. “¿Si no?... pues me meteré de narcotraficante o de secuestrador”, bromea, sarcástico, dejando entrever que su futuro es cada vez más incierto… ¡como el de millones de personas!.

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