Por Arnaldo Córdova
Hace unos días, Porfirio Muñoz Ledo dio un informe acerca del estado que guarda el debate político sobre la reforma del Estado. Aunque hay algunos avances que no son deleznables, deprime darse cuenta de que tras años de intentos por definir los grandes temas de esa reforma, una y otra vez, todos han acabado en miserables simulaciones que no han hecho otra cosa que escamotear los más sencillos acuerdos y escurrir el bulto a un debate a fondo. Lo que se ve, sin más, es que a nadie le interesa de verdad esa reforma y que todos gozan haciéndose tontos tratando de dar la impresión, en cambio, de que están muy atareados en la faena.
Lo que más a menudo se alega para relegar al infinito cualquier acuerdo es siempre el mismo: para hacer eso habría que reformar la Constitución y, al parecer, nadie quiere tocar la Constitución, aduciendo, además, verdaderas patrañas sin sentido como aquella de que sería una bronca convocar a un Constituyente. Se trata de una auténtica idiotez, porque todo buen jurista sabe que para reformar la Carta Magna no hace falta convocar ningún Constituyente. Se dice que hay “principios” que son intocables y se habla de la forma de gobierno, de las garantías individuales, de la forma republicana de Estado y otras cosas semejantes.
Yo quisiera que alguien, con la Constitución en la mano, me señalara en dónde nuestro máximo código político ordena que esos “principios” jamás se deben tocar. Los más eminentes de nuestros constitucionalistas siempre lo dijeron, pero jamás nos dieron una sola razón que apoyara sus opiniones. Rabasa, Tena Ramírez, Mario de la Cueva y todos los que les siguieron lo postularon sin tregua, con el mismo resultado: “No se deben cambiar”, ¿por qué?, pues quién sabe. Todos ellos estaban equivocados. Lo que estatuye el artículo 135 constitucional no está acompañado de prohibición o excepción alguna.
Dice dicho artículo: “La presente Constitución puede ser reformada o adicionada. Para que las adiciones o reformas lleguen a ser parte de la misma, se requiere que el Congreso de la Unión, por el voto de las dos terceras partes de los individuos presentes, acuerde las reformas o adiciones, y que éstas sean aprobadas por la mayoría de las legislaturas de los Estados. El Congreso de la Unión o la Comisión Permanente, en su caso, harán el cómputo de los votos de las legislaturas y la declaración de haber sido aprobadas las adiciones o reformas”. Por lo que puedo ver, no dice que haya artículo alguno que no pueda reformarse. Y, por lo demás, ningún artículo de la Carta Magna nos dice que no puede ser reformado.
Y, por si alguna duda quedara al respecto, tenemos el contenido del artículo eje de todo nuestro orden constitucional e institucional, el 39, que siempre recordaré y que a la letra dice: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho a alterar o modificar la forma de su gobierno”. Si es verdad que tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno, ¿qué nos impide que llevemos a fondo todas las reformas del Estado que la nación necesite y que sean para su progreso y su beneficio?
¿De dónde sacan algunos, entonces, la peregrina idea de que hay instituciones, como la forma de Estado, que resultan intocables? No hay nada intocable en nuestra Carta Magna, nada, excepto el 39. Ese precepto fundador es, en sí, nuestra Constitución, y sin él, ni siquiera el 135 tendría sentido. La Constitución no es ningún obstáculo para que llevemos a cabo una reforma a fondo y hasta el final del Estado. Creo que es ella misma la que la está reclamando, por ejemplo cuando estatuye las facultades del Ejecutivo, que iban bien para la época en que el PRI era hegemónico, pero que ahora resultan obsoletas. La Constitución pierde su majestad y su prestigio cuando se vuelve obsoleta. ¿Por qué demonios quieren algunos que siga como una mortaja intocable que cada vez le sirve menos a la nación y a su pueblo?
No creo que haya misión tan imposible como convocar a un Constituyente. Los partidos deben entender que no tienen por qué meterse en el espantoso dilema de concertar acuerdos para dicha convocatoria, cuando muy bien y de mejor modo lo pueden hacer en corto, simplemente aplicando el procedimiento, sencillo como pocos otros, que prescribe el 135.
Aun así, sus voceros insisten en que el camino seguirá estando minado, porque será terriblemente difícil ponerse de acuerdo en qué es lo que debe reformarse. De acuerdo. Entonces, lo que nos están diciendo es que no quieren, en absoluto, una auténtica reforma del Estado. Pues, en esas condiciones, no habrá modo alguno de llevar a cabo la tarea. Los partidos no quieren la reforma del Estado. No podía estar más claro. Lo que me pregunto es por qué siguen jugando a la farsa de reformar el Estado, cuando no quieren hacerlo. Es inútil que aleguen que cada uno quiere algo diferente. Por supuesto que todo mundo quiere siempre algo diferente a los demás, pero es el caso que ni siquiera son capaces de decir qué es lo que quieren. No debería extrañarnos. En la lucha política moderna siempre se descubre que los más conservadores y miedosos son los partidos políticos.
Un viejo amigo mío me dijo que le oyó a Jean Paul Sartre decir varias veces: “Las putas más veleidosas y antojadizas que podemos encontrar en la vida son los partidos políticos”. Creo que todos podríamos coincidir en eso. Es precisamente en ello que radica entre nosotros la razón de las dificultades que parecen ser insuperables de una verdadera y auténtica reforma del Estado.
Todos la queremos y todos sabemos que nos es necesarísima e indispensable para seguir adelante en todos nuestros proyectos nacionales. Pero eso no es lo que piensan los partidos políticos y, menos aún, sus dirigentes y sus voceros, desde los parlamentos. Yo he platicado con muchos representantes de todos los partidos políticos y todos me hacen siempre argumentaciones tan especiosas y tan diluidas, que lo primero que pienso es que no quieren que nada se mueva, porque para ellos, todo lo que se mueve es peligroso y sospechoso. Mejor que todo siga como está, parece ser su convicción (perredistas incluidos).
En próximas entregas seguiré con el tema, pues hoy es obligado.
Hace unos días, Porfirio Muñoz Ledo dio un informe acerca del estado que guarda el debate político sobre la reforma del Estado. Aunque hay algunos avances que no son deleznables, deprime darse cuenta de que tras años de intentos por definir los grandes temas de esa reforma, una y otra vez, todos han acabado en miserables simulaciones que no han hecho otra cosa que escamotear los más sencillos acuerdos y escurrir el bulto a un debate a fondo. Lo que se ve, sin más, es que a nadie le interesa de verdad esa reforma y que todos gozan haciéndose tontos tratando de dar la impresión, en cambio, de que están muy atareados en la faena.
Lo que más a menudo se alega para relegar al infinito cualquier acuerdo es siempre el mismo: para hacer eso habría que reformar la Constitución y, al parecer, nadie quiere tocar la Constitución, aduciendo, además, verdaderas patrañas sin sentido como aquella de que sería una bronca convocar a un Constituyente. Se trata de una auténtica idiotez, porque todo buen jurista sabe que para reformar la Carta Magna no hace falta convocar ningún Constituyente. Se dice que hay “principios” que son intocables y se habla de la forma de gobierno, de las garantías individuales, de la forma republicana de Estado y otras cosas semejantes.
Yo quisiera que alguien, con la Constitución en la mano, me señalara en dónde nuestro máximo código político ordena que esos “principios” jamás se deben tocar. Los más eminentes de nuestros constitucionalistas siempre lo dijeron, pero jamás nos dieron una sola razón que apoyara sus opiniones. Rabasa, Tena Ramírez, Mario de la Cueva y todos los que les siguieron lo postularon sin tregua, con el mismo resultado: “No se deben cambiar”, ¿por qué?, pues quién sabe. Todos ellos estaban equivocados. Lo que estatuye el artículo 135 constitucional no está acompañado de prohibición o excepción alguna.
Dice dicho artículo: “La presente Constitución puede ser reformada o adicionada. Para que las adiciones o reformas lleguen a ser parte de la misma, se requiere que el Congreso de la Unión, por el voto de las dos terceras partes de los individuos presentes, acuerde las reformas o adiciones, y que éstas sean aprobadas por la mayoría de las legislaturas de los Estados. El Congreso de la Unión o la Comisión Permanente, en su caso, harán el cómputo de los votos de las legislaturas y la declaración de haber sido aprobadas las adiciones o reformas”. Por lo que puedo ver, no dice que haya artículo alguno que no pueda reformarse. Y, por lo demás, ningún artículo de la Carta Magna nos dice que no puede ser reformado.
Y, por si alguna duda quedara al respecto, tenemos el contenido del artículo eje de todo nuestro orden constitucional e institucional, el 39, que siempre recordaré y que a la letra dice: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho a alterar o modificar la forma de su gobierno”. Si es verdad que tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno, ¿qué nos impide que llevemos a fondo todas las reformas del Estado que la nación necesite y que sean para su progreso y su beneficio?
¿De dónde sacan algunos, entonces, la peregrina idea de que hay instituciones, como la forma de Estado, que resultan intocables? No hay nada intocable en nuestra Carta Magna, nada, excepto el 39. Ese precepto fundador es, en sí, nuestra Constitución, y sin él, ni siquiera el 135 tendría sentido. La Constitución no es ningún obstáculo para que llevemos a cabo una reforma a fondo y hasta el final del Estado. Creo que es ella misma la que la está reclamando, por ejemplo cuando estatuye las facultades del Ejecutivo, que iban bien para la época en que el PRI era hegemónico, pero que ahora resultan obsoletas. La Constitución pierde su majestad y su prestigio cuando se vuelve obsoleta. ¿Por qué demonios quieren algunos que siga como una mortaja intocable que cada vez le sirve menos a la nación y a su pueblo?
No creo que haya misión tan imposible como convocar a un Constituyente. Los partidos deben entender que no tienen por qué meterse en el espantoso dilema de concertar acuerdos para dicha convocatoria, cuando muy bien y de mejor modo lo pueden hacer en corto, simplemente aplicando el procedimiento, sencillo como pocos otros, que prescribe el 135.
Aun así, sus voceros insisten en que el camino seguirá estando minado, porque será terriblemente difícil ponerse de acuerdo en qué es lo que debe reformarse. De acuerdo. Entonces, lo que nos están diciendo es que no quieren, en absoluto, una auténtica reforma del Estado. Pues, en esas condiciones, no habrá modo alguno de llevar a cabo la tarea. Los partidos no quieren la reforma del Estado. No podía estar más claro. Lo que me pregunto es por qué siguen jugando a la farsa de reformar el Estado, cuando no quieren hacerlo. Es inútil que aleguen que cada uno quiere algo diferente. Por supuesto que todo mundo quiere siempre algo diferente a los demás, pero es el caso que ni siquiera son capaces de decir qué es lo que quieren. No debería extrañarnos. En la lucha política moderna siempre se descubre que los más conservadores y miedosos son los partidos políticos.
Un viejo amigo mío me dijo que le oyó a Jean Paul Sartre decir varias veces: “Las putas más veleidosas y antojadizas que podemos encontrar en la vida son los partidos políticos”. Creo que todos podríamos coincidir en eso. Es precisamente en ello que radica entre nosotros la razón de las dificultades que parecen ser insuperables de una verdadera y auténtica reforma del Estado.
Todos la queremos y todos sabemos que nos es necesarísima e indispensable para seguir adelante en todos nuestros proyectos nacionales. Pero eso no es lo que piensan los partidos políticos y, menos aún, sus dirigentes y sus voceros, desde los parlamentos. Yo he platicado con muchos representantes de todos los partidos políticos y todos me hacen siempre argumentaciones tan especiosas y tan diluidas, que lo primero que pienso es que no quieren que nada se mueva, porque para ellos, todo lo que se mueve es peligroso y sospechoso. Mejor que todo siga como está, parece ser su convicción (perredistas incluidos).
En próximas entregas seguiré con el tema, pues hoy es obligado.
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