Javier Sicilia
El conflicto magisterial que ha encontrado su sede en Morelos es un signo más de la polarización política que vive el país y de la crisis de sus instituciones. Sin embargo, entre las razones de unos y otros, hay un hecho que está en el fondo del conflicto y que nadie cuestiona: la viabilidad de la escuela.
Como todos los axiomas modernos, la escuela se presenta como un paradigma absoluto: ningún niño puede aprender sin dosis de enseñanza escolarizada y, en consecuencia, es necesario reformar la calidad de ésta y obligar a los maestros recalcitrantes a volver a las aulas. No obstante, ni la escuela ha existido siempre -fue una invención de Comenius en el siglo XVII con su Didactica magna- ni se necesita de la escolaridad para aprender -la humanidad hasta el siglo de Comenius no necesitó de dosis de enseñanza escolarizada para sobrevivir y crear cultura-. En este sentido habría que decir que si la educación ha entrado en crisis no es porque la enseñanza de los profesores sea deficiente y haya que reformar su calidad, sino porque su creación histórica, la escuela, ha dejado de servir a los fines para los que fue creada.
Lo que está en juego en el fondo de la crisis magisterial es lo que Iván Illich había ya mostrado en los años setenta en su libro La sociedad desescolarizada: la escuela como una estructura injusta de segregación social.
La escuela, que se convirtió en el monopolio absoluto de la enseñanza para acceder al poder, es decir, a los puestos profesionales, ha generado a lo largo de su existencia una parálisis de la capacidad innata de aprender. Al criminalizar el aprendizaje independiente -nadie, ha decretado la escuela, puede saber si no posee un papel certificado por el monopolio escolar-, ha generado un subdesarrollo en la confianza del hombre en aprender por sí mismo a través de lo que la comunidad le da y necesita. Por lo tanto, la competencia en la carrera del aprendizaje se ha vuelto cada vez más segregativa. Acceder al saber y, luego, al trabajo, en medio de una humanidad cada vez más demandante de escolaridad, ya no puede ser el objetivo de todos -los empleos profesionales están saturados-, sino de unos cuantos que deben someterse a las dosis de calidad que el monopolio del poder escolar -en este caso Josefina Vázquez Mota y Elba Esther Gordillo- ha determinado.
Al dictar nuevas normas sobre lo que es valedero y factible en la educación, el monopolio educativo paraliza aún más la imaginación social y genera una nueva clase de pobres y frustrados. Hace cien años, en México, la escuela era sólo asunto de unos cuantos. En el campo, en los pueblos, en las provincias se aprendía lo que la comunidad necesitaba, y de manera personal. El analfabetismo como un mal era una cuestión creada por el poder. Hoy en día, no sólo ser analfabeto -hijo de una tradición oral-, sino no estar escolarizado y, aún más, no cumplir con los ciclos escolares, cada vez más largos y cada vez más controlados por la certificación, es signo de pobreza, una pobreza en la que cada vez más gente vive.
La Alianza para la Calidad de la Educación no es, por lo tanto, una mejora en la calidad del aprendizaje, sino un tamiz más en el proceso de la escolarización que generará nuevos pobres y frustrados. Los maestros en huelga y los padres de familia que los apoyan no quieren perder los sueños y privilegios que el monopolio de la educación para todos les ofreció un día, y se niegan, de una manera intuitiva, a ser segregados de nuevo.
Con la Alianza para la Calidad de la Educación, al igual que con las formas antiguas de la escolaridad, no se fomentan ni el deber ni la justicia porque en ambos casos se insiste en aunar la instrucción y la certificación. A pesar de que aprender significa obtener una nueva habilidad o un nuevo entendimiento, la promoción está cada vez más controlada por los criterios que el mercado ha fijado, es decir, por los criterios establecidos para el control social que harán cada vez más difícil el acceso de todos al proceso educativo.
Desde el siglo XVII los seres humanos nos hemos esforzado por llegar a la educación de un mundo mejor, y para hacerlo hemos desarrollado sin cesar la escolaridad. Hoy la empresa está mostrando su fracaso: la constricción de los niños a subir la escalera cada vez más larga y empinada de la educación, lejos de conducir a la igualdad buscada, sólo favorece a unos cuantos; mina la voluntad innata y personal de aprender; convierte el saber no sólo en una mercancía, sino en un bien escaso, y genera dosis cada vez mayores de miseria y frustración.
Por debajo de la punta del iceberg del conflicto magisterial, lo que debemos percibir es que el esfuerzo social por desarrollar una escolaridad obligatoria ha perdido su legitimidad. Frente a esta crisis -que es parte de la crisis de todas las instituciones que, al destruir las autonomías y las capacidades creativas de los hombres, no pueden ni podrán suministrarles lo que su sueño de progreso les prometió-, habría que volver a pensar en los términos desescolarizados de Illich. Hoy más que nunca "necesitamos un entorno nuevo en el cual crecer o entraremos en el 'mundo feliz' donde el big brother estará ahí para educarnos a todos" en la igualdad de la miseria.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
El conflicto magisterial que ha encontrado su sede en Morelos es un signo más de la polarización política que vive el país y de la crisis de sus instituciones. Sin embargo, entre las razones de unos y otros, hay un hecho que está en el fondo del conflicto y que nadie cuestiona: la viabilidad de la escuela.
Como todos los axiomas modernos, la escuela se presenta como un paradigma absoluto: ningún niño puede aprender sin dosis de enseñanza escolarizada y, en consecuencia, es necesario reformar la calidad de ésta y obligar a los maestros recalcitrantes a volver a las aulas. No obstante, ni la escuela ha existido siempre -fue una invención de Comenius en el siglo XVII con su Didactica magna- ni se necesita de la escolaridad para aprender -la humanidad hasta el siglo de Comenius no necesitó de dosis de enseñanza escolarizada para sobrevivir y crear cultura-. En este sentido habría que decir que si la educación ha entrado en crisis no es porque la enseñanza de los profesores sea deficiente y haya que reformar su calidad, sino porque su creación histórica, la escuela, ha dejado de servir a los fines para los que fue creada.
Lo que está en juego en el fondo de la crisis magisterial es lo que Iván Illich había ya mostrado en los años setenta en su libro La sociedad desescolarizada: la escuela como una estructura injusta de segregación social.
La escuela, que se convirtió en el monopolio absoluto de la enseñanza para acceder al poder, es decir, a los puestos profesionales, ha generado a lo largo de su existencia una parálisis de la capacidad innata de aprender. Al criminalizar el aprendizaje independiente -nadie, ha decretado la escuela, puede saber si no posee un papel certificado por el monopolio escolar-, ha generado un subdesarrollo en la confianza del hombre en aprender por sí mismo a través de lo que la comunidad le da y necesita. Por lo tanto, la competencia en la carrera del aprendizaje se ha vuelto cada vez más segregativa. Acceder al saber y, luego, al trabajo, en medio de una humanidad cada vez más demandante de escolaridad, ya no puede ser el objetivo de todos -los empleos profesionales están saturados-, sino de unos cuantos que deben someterse a las dosis de calidad que el monopolio del poder escolar -en este caso Josefina Vázquez Mota y Elba Esther Gordillo- ha determinado.
Al dictar nuevas normas sobre lo que es valedero y factible en la educación, el monopolio educativo paraliza aún más la imaginación social y genera una nueva clase de pobres y frustrados. Hace cien años, en México, la escuela era sólo asunto de unos cuantos. En el campo, en los pueblos, en las provincias se aprendía lo que la comunidad necesitaba, y de manera personal. El analfabetismo como un mal era una cuestión creada por el poder. Hoy en día, no sólo ser analfabeto -hijo de una tradición oral-, sino no estar escolarizado y, aún más, no cumplir con los ciclos escolares, cada vez más largos y cada vez más controlados por la certificación, es signo de pobreza, una pobreza en la que cada vez más gente vive.
La Alianza para la Calidad de la Educación no es, por lo tanto, una mejora en la calidad del aprendizaje, sino un tamiz más en el proceso de la escolarización que generará nuevos pobres y frustrados. Los maestros en huelga y los padres de familia que los apoyan no quieren perder los sueños y privilegios que el monopolio de la educación para todos les ofreció un día, y se niegan, de una manera intuitiva, a ser segregados de nuevo.
Con la Alianza para la Calidad de la Educación, al igual que con las formas antiguas de la escolaridad, no se fomentan ni el deber ni la justicia porque en ambos casos se insiste en aunar la instrucción y la certificación. A pesar de que aprender significa obtener una nueva habilidad o un nuevo entendimiento, la promoción está cada vez más controlada por los criterios que el mercado ha fijado, es decir, por los criterios establecidos para el control social que harán cada vez más difícil el acceso de todos al proceso educativo.
Desde el siglo XVII los seres humanos nos hemos esforzado por llegar a la educación de un mundo mejor, y para hacerlo hemos desarrollado sin cesar la escolaridad. Hoy la empresa está mostrando su fracaso: la constricción de los niños a subir la escalera cada vez más larga y empinada de la educación, lejos de conducir a la igualdad buscada, sólo favorece a unos cuantos; mina la voluntad innata y personal de aprender; convierte el saber no sólo en una mercancía, sino en un bien escaso, y genera dosis cada vez mayores de miseria y frustración.
Por debajo de la punta del iceberg del conflicto magisterial, lo que debemos percibir es que el esfuerzo social por desarrollar una escolaridad obligatoria ha perdido su legitimidad. Frente a esta crisis -que es parte de la crisis de todas las instituciones que, al destruir las autonomías y las capacidades creativas de los hombres, no pueden ni podrán suministrarles lo que su sueño de progreso les prometió-, habría que volver a pensar en los términos desescolarizados de Illich. Hoy más que nunca "necesitamos un entorno nuevo en el cual crecer o entraremos en el 'mundo feliz' donde el big brother estará ahí para educarnos a todos" en la igualdad de la miseria.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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