Arnaldo Córdova
En la teoría de partidos políticos, el tema de las alianzas entre partidos ha sido muy ampliamente estudiado y hay consenso generalizado en el sentido de que en la lucha política moderna y democrática ninguna organización política puede hacer su tarea fundada sólo en sus propias fuerzas. Siempre llega el momento en que debe sumar a su causa a otros que le estén cercanos o le sean afines. Si hay alianza, se entiende, hay diferencias, no identidad. Las alianzas son entre diferentes y, en ciertos casos, incluso entre contrarios, pero éstos, por lo general, son muy contados.
No hay partido democrático que no tenga en su programa de acción un plan de alianzas con otras fuerzas, sean partidos reconocidos o no. Las alianzas son un elemento que coadyuva a la condensación de fuerzas dispersas y a la formación de bloques que unifican también los pareceres de la ciudadanía. Un partido que no tenga un programa de alianzas está perdido y hasta podría decirse que no es partido. Los únicos que pueden hacerlo son los partidos hegemónicos, como lo fue el PRI, que tardó muchísimo en reconocer el punto.
¿Con quién aliarse? Eso es esencial y se debe saber a ciencia cierta. Una idiotez como aquella de que “me aliaré hasta con el diablo” no cabe en una lucha política democrática seria. El que haga eso no tiene una verdadera política de alianzas, va buscando a ciegas y acaba aliándose, sin saberlo, con los que pueden darle golpes de los que no hay recuperación posible. Las alianzas, en una amplia perspectiva, se puede decir que son mezclar agua tinta y agua clara (ésta es siempre la nuestra). Aguas de distintos colores se pueden mezclar, pero no el agua con el aceite.
Para proponer una alianza siempre hay que tener un enemigo común o, si no, inventárselo. Pero, ante todo, hay que buscar las coincidencias con otros, que serán los posibles aliados. Si los enemigos comunes se dan, pero no las coincidencias con otros, entonces las alianzas son ficticias. Sería inútil que se las decidiera para siempre. Por su naturaleza, siempre deben estar circunscritas a objetivos precisos y con declaraciones de propósitos comunes entre aliados.
Todo partido debe diseñar su política de alianzas en sus documentos básicos. Sus militantes deben tener el derecho y la garantía de que se les haga saber puntualmente con quiénes se va a aliar su partido. En su declaración de principios debe quedar claro que su política incluye sumar a todos los que estén de acuerdo con ellos. En su programa de acción se deben prever los objetivos de las alianzas y protestar que se respetará a los aliados, por pequeños que sean. En sus planes de acción a corto plazo se deben hacer propuestas a los posibles aliados y dar las garantías que ellos esperan de que se respetará el compromiso.
Las alianzas, empero, deben estar de antemano definidas, previstas y muy bien orientadas. Una carta de presentación ante los pares y ante la ciudadanía de cualquier partido serio es, justo, su política de alianzas. Si esto no está previsto o se toma a chacota, es anuncio de un desastre seguro. Hacer alianzas sin saber por qué o nada más porque sí, es un anuncio seguro de pérdidas inimaginables.
Una auténtica política de alianzas supone, indeclinablemente, ciertos principios políticos que garanticen la alianza: hay que ser fieles y leales con los aliados; no hay que tratarlos, si son menores que uno, con prepotencia ni imponerles nada. En una alianza todos deben ser iguales y decidir todos con un voto igual cada uno, si bien tomando en cuenta la entidad de cada uno. No estoy de acuerdo con los dirigentes del PT y de Convergencia en sus inconformidades con la nueva legislación electoral. Para mí es un principio básico de la lucha democrática saber cuál es la fuerza real de cada partido.
Creo, empero, que el PRD, el partido mayor, debe hacer algo por ellos y subsanar sus daños. Se me ocurre que elementos representativos de esos aliados sean elegidos bajo las siglas del PRD. Sería bueno, pero los perredistas son tan mezquinos y poco fieles a las alianzas que dudo seriamente de que una propuesta tan generosa (aunque, lo admito, muy estúpida) como ésta pudieran aceptarla. Allá ellos. Pero a los aliados les reitero: los ciudadanos deben saber cuál es la fuerza real de cada partido.
El resolutivo que los chuchos impusieron en el último Congreso del PRD, dando a la actual dirección espuria la facultad indiscriminada de entablar alianzas con el PRI y el PAN, me parece una estupidez. Ni siquiera dicen para qué o por qué. Sólo se alcanzaron que, en el caso del PAN, sería para combatir al Yunque. Ni siquiera saben lo que esa supuesta organización clandestina es y, evidentemente, no se dan cuenta de que, hoy por hoy, el PAN es, mayoritariamente, el Yunque. Del PRI suponen que es un partido “naturalmente” cercano al PRD. Quisiera creer eso, pero no lo creo en absoluto.
Los chuchos están conduciendo al PRD, muy claramente, a una debacle que sólo será para ellos. Si algunos piensan que podrán dividir al partido, deben estar soñando. Dividirán su burocracia, pero nada más. La mayoría de los perredistas sabe dónde está su lugar. Ellos sólo obtuvieron una patente de corso para hacer sus tratos con quienes ansían sus contubernios. Eso está cada vez más claro para todos y esa corriente mafiosa y logrera no tiene futuro alguno.
Con los priístas podríamos aliarnos, pero sólo en muy pocas cosas. Yo, en lo personal, si tuviera que tratar con Beltrones o Gamboa, dejaría escondida mi cartera en casa. Con el PAN, aun con la bandera de los chuchos, no veo en qué un perredista les podría otorgar confianza. Hay que ver a sus gobernadores piadosos y a sus alcaldes que se dan sueldos millonarios sólo porque tienen el poder. Nunca antes vi al PAN como un partido confesional. Ahora eso es para mí, y la Iglesia católica debe estar muy contenta. Con ese partido braman aliarse los chuchos.
En las recientes elecciones de Guerrero se pueden apreciar los costos que conlleva el traicionar una alianza bien construida (la que se ha formado con el FAP) y tratar a los pequeños aliados con la punta del pie. Ahora los chuchos intentan culpar a López Obrador y son incapaces de admitir que ellos y su aliado Torreblanca perdieron esos comicios sólo por brutos, y creo, además, que no vislumbran, de seguir así, los despeñaderos a que se encaminan.
No hay partido democrático que no tenga en su programa de acción un plan de alianzas con otras fuerzas, sean partidos reconocidos o no. Las alianzas son un elemento que coadyuva a la condensación de fuerzas dispersas y a la formación de bloques que unifican también los pareceres de la ciudadanía. Un partido que no tenga un programa de alianzas está perdido y hasta podría decirse que no es partido. Los únicos que pueden hacerlo son los partidos hegemónicos, como lo fue el PRI, que tardó muchísimo en reconocer el punto.
¿Con quién aliarse? Eso es esencial y se debe saber a ciencia cierta. Una idiotez como aquella de que “me aliaré hasta con el diablo” no cabe en una lucha política democrática seria. El que haga eso no tiene una verdadera política de alianzas, va buscando a ciegas y acaba aliándose, sin saberlo, con los que pueden darle golpes de los que no hay recuperación posible. Las alianzas, en una amplia perspectiva, se puede decir que son mezclar agua tinta y agua clara (ésta es siempre la nuestra). Aguas de distintos colores se pueden mezclar, pero no el agua con el aceite.
Para proponer una alianza siempre hay que tener un enemigo común o, si no, inventárselo. Pero, ante todo, hay que buscar las coincidencias con otros, que serán los posibles aliados. Si los enemigos comunes se dan, pero no las coincidencias con otros, entonces las alianzas son ficticias. Sería inútil que se las decidiera para siempre. Por su naturaleza, siempre deben estar circunscritas a objetivos precisos y con declaraciones de propósitos comunes entre aliados.
Todo partido debe diseñar su política de alianzas en sus documentos básicos. Sus militantes deben tener el derecho y la garantía de que se les haga saber puntualmente con quiénes se va a aliar su partido. En su declaración de principios debe quedar claro que su política incluye sumar a todos los que estén de acuerdo con ellos. En su programa de acción se deben prever los objetivos de las alianzas y protestar que se respetará a los aliados, por pequeños que sean. En sus planes de acción a corto plazo se deben hacer propuestas a los posibles aliados y dar las garantías que ellos esperan de que se respetará el compromiso.
Las alianzas, empero, deben estar de antemano definidas, previstas y muy bien orientadas. Una carta de presentación ante los pares y ante la ciudadanía de cualquier partido serio es, justo, su política de alianzas. Si esto no está previsto o se toma a chacota, es anuncio de un desastre seguro. Hacer alianzas sin saber por qué o nada más porque sí, es un anuncio seguro de pérdidas inimaginables.
Una auténtica política de alianzas supone, indeclinablemente, ciertos principios políticos que garanticen la alianza: hay que ser fieles y leales con los aliados; no hay que tratarlos, si son menores que uno, con prepotencia ni imponerles nada. En una alianza todos deben ser iguales y decidir todos con un voto igual cada uno, si bien tomando en cuenta la entidad de cada uno. No estoy de acuerdo con los dirigentes del PT y de Convergencia en sus inconformidades con la nueva legislación electoral. Para mí es un principio básico de la lucha democrática saber cuál es la fuerza real de cada partido.
Creo, empero, que el PRD, el partido mayor, debe hacer algo por ellos y subsanar sus daños. Se me ocurre que elementos representativos de esos aliados sean elegidos bajo las siglas del PRD. Sería bueno, pero los perredistas son tan mezquinos y poco fieles a las alianzas que dudo seriamente de que una propuesta tan generosa (aunque, lo admito, muy estúpida) como ésta pudieran aceptarla. Allá ellos. Pero a los aliados les reitero: los ciudadanos deben saber cuál es la fuerza real de cada partido.
El resolutivo que los chuchos impusieron en el último Congreso del PRD, dando a la actual dirección espuria la facultad indiscriminada de entablar alianzas con el PRI y el PAN, me parece una estupidez. Ni siquiera dicen para qué o por qué. Sólo se alcanzaron que, en el caso del PAN, sería para combatir al Yunque. Ni siquiera saben lo que esa supuesta organización clandestina es y, evidentemente, no se dan cuenta de que, hoy por hoy, el PAN es, mayoritariamente, el Yunque. Del PRI suponen que es un partido “naturalmente” cercano al PRD. Quisiera creer eso, pero no lo creo en absoluto.
Los chuchos están conduciendo al PRD, muy claramente, a una debacle que sólo será para ellos. Si algunos piensan que podrán dividir al partido, deben estar soñando. Dividirán su burocracia, pero nada más. La mayoría de los perredistas sabe dónde está su lugar. Ellos sólo obtuvieron una patente de corso para hacer sus tratos con quienes ansían sus contubernios. Eso está cada vez más claro para todos y esa corriente mafiosa y logrera no tiene futuro alguno.
Con los priístas podríamos aliarnos, pero sólo en muy pocas cosas. Yo, en lo personal, si tuviera que tratar con Beltrones o Gamboa, dejaría escondida mi cartera en casa. Con el PAN, aun con la bandera de los chuchos, no veo en qué un perredista les podría otorgar confianza. Hay que ver a sus gobernadores piadosos y a sus alcaldes que se dan sueldos millonarios sólo porque tienen el poder. Nunca antes vi al PAN como un partido confesional. Ahora eso es para mí, y la Iglesia católica debe estar muy contenta. Con ese partido braman aliarse los chuchos.
En las recientes elecciones de Guerrero se pueden apreciar los costos que conlleva el traicionar una alianza bien construida (la que se ha formado con el FAP) y tratar a los pequeños aliados con la punta del pie. Ahora los chuchos intentan culpar a López Obrador y son incapaces de admitir que ellos y su aliado Torreblanca perdieron esos comicios sólo por brutos, y creo, además, que no vislumbran, de seguir así, los despeñaderos a que se encaminan.
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